Lisa, mientras tanto, se hundía en un torbellino de contradicciones. El eco de la casa vacía la perseguía cada noche. No podía dormir sin recordar la mirada serena de su madre al decir: “Me habré ido antes del anochecer”.
El remordimiento comenzó a corroerla. En el trabajo perdía la concentración, con Travis la relación se volvió fría. El muchacho apenas le dirigía la palabra. Cuando lo hacía, era para recordarle lo injusta que había sido.
Un día, después de una discusión con su jefe, Lisa llegó a casa y encontró a Travis con una maleta en la mano.
—Voy a quedarme un tiempo con papá —dijo, evitando mirarla.
—¿Qué? ¡No, Travis! —se desesperó ella—. No puedes dejarme sola ahora.
Y se marchó.
Pasaron los meses. Lisa trató de localizarme, pero Gerald bloqueó cada intento. “No es momento”, le repetía él con paciencia. “Ella necesita sanar. Y usted también.”
Yo sabía todo eso porque Gerald me lo contaba. Pero no tenía intención de volver. No mientras mi hija no aprendiera la lección más dura: que el amor no es exigencia, ni obligación, ni dinero.
Un año después, recibí una carta inesperada. Venía de Lisa. Dudé en abrirla, pero finalmente lo hice.
“Mamá,
No sé si leerás estas líneas. No sé siquiera si quieras saber de mí.
Solo puedo decirte que lo lamento. Perdí a mi hijo por mi orgullo. Perdí tu compañía por mi egoísmo. Y ahora entiendo que lo único que buscabas era respeto.
Ojalá pudiera retroceder el tiempo. Pero no puedo. Solo quiero que sepas que, si alguna vez deseas verme, aquí estaré.
Te quiere,
Lisa.”
Leí la carta varias veces. Una parte de mí quería correr a abrazarla, como tantas veces en su infancia. Otra parte, la herida más profunda, me decía que debía esperar. Y eso hice.
Pasaron semanas hasta que, un domingo, la vi llegar a la plaza donde solía pasear. No llevaba maquillaje, sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. Caminó hacia mí despacio, con miedo.
—Mamá… —susurró.
No dije nada. Solo la miré. Y entonces sucedió lo inesperado: cayó de rodillas frente a mí, como una niña pidiendo perdón.
La levanté con suavidad y la abracé.
No borré lo que me hizo. No olvidé el dolor del café ardiendo sobre mi piel. Pero comprendí que yo también debía dejarla aprender a su manera.
A mis 65 años, descubrí que la dignidad no estaba en el dinero ni en las casas. Estaba en saber decir “basta” cuando hacía falta. Y, sobre todo, en no perder la capacidad de perdonar.