—Tienes suerte de que siquiera te deje quedarte aquí. Después de tu cirugía, he llevado tu vida sobre mis hombros.
Sentí que me arrancaban algo más que el respeto: era mi propia hija tratándome como una carga, como un estorbo. Yo ya no era su madre. Era un cajero automático que respiraba.
No lloré. No discutí. Solo me puse de pie y le dije:
—Me habré ido antes del anochecer.
El silencio la descolocó. Esperaba gritos, súplicas. Pero no. La puerta se cerró detrás de mí con la firmeza de una decisión final.
Fui hasta mi armario. La vieja maleta seguía ahí, cubierta de polvo. Mientras guardaba mis pocas pertenencias, escuchaba desde el pasillo la televisión encendida. Lisa no vino a verme. Nadie llamó a mi puerta.
Cuando terminé, marqué un número que llevaba tiempo guardado en mi corazón.
—¿Ruth? —contestó la voz de Gerald, mi vecino y viejo abogado retirado.
—No, Gerald —dije con serenidad—. Pero lo estará.
Unos días más tarde, Lisa regresó del trabajo como si nada. Aparcó el coche, abrió la puerta y entró a la casa. Pero se detuvo en seco: el eco de las paredes vacías la golpeó como un puñetazo en el pecho.
Porque allí, sobre la mesa de la cocina, encontró ESTO…
Lisa se quedó de pie en la entrada de la cocina, con la cartera todavía colgando de su hombro. El silencio era espeso, como si las paredes mismas hubieran decidido reprocharle. La mesa estaba limpia, demasiado limpia, y solo había un sobre blanco, grueso, con su nombre escrito a mano en el centro.
“Para Lisa”, decía en aquella caligrafía que ella conocía tan bien, firme, elegante, de otro tiempo.
Con un presentimiento helado recorriéndole la espalda, tomó el sobre y lo abrió. Dentro encontró una carta escrita con varias páginas y, junto a ellas, un fajo de documentos con sellos notariales.
Respiró hondo y comenzó a leer.