—No dije la verdad para lastimarte —dije con gentileza—. Lo hice porque todos actuaban como si mi futuro no importara.
Tragó saliva. —Lo siento. Por lo que dije. Por lo de la boda. Por todo.
Por primera vez en nuestras vidas, Ethan no era el niño de oro. Era simplemente humano.
Me preguntó si podía leer las cartas del abuelo. Le di copias. Lloró durante la mitad de ellas. Cuando puse una mano en su brazo, no se apartó.
De vuelta en casa, las cosas no fueron tan indulgentes.
Mi madre me envió largos mensajes de texto sobre la “lealtad familiar”. Mi padre insistió en que les debía una disculpa. Dejaron de invitarme a cenas, dejaron de preguntar por mis estudios e hicieron que cada interacción tratara sobre cómo había “traicionado” a la familia.
Me di cuenta de algo crucial:
No querían paz.
Querían control.
Así que tomé una decisión.