Mi hermanastro me clavó un destornillador en el hombro mientras mis padres observaban riendo, llamándome “exagerado

A veces sueño con aquel día en el garaje.
El sonido del metal aún me despierta, pero ya no con miedo, sino con determinación.
Sé que mi historia no es única, y eso me impulsa a seguir.
Los jóvenes que llegan a nosotros buscan lo que yo busqué durante años: ser escuchados, creer que no están locos por sentir dolor donde otros ven normalidad.

Un día, al final de una charla en un instituto, una chica me preguntó:
—¿Te arrepientes de haber enviado ese mensaje?
Pensé en todo lo que vino después: el caos, la prensa, las noches sin dormir, las cicatrices visibles e invisibles.
Y respondí:
—No. Me arrepiento de no haberlo hecho antes.

La sala quedó en silencio.
Luego, los aplausos sonaron como una respuesta colectiva al miedo que todos alguna vez sentimos.
Salí del auditorio con el sol en la cara.
No había perdón en mi historia, pero sí una verdad que ya nadie podía enterrar.
Y eso, comprendí, era suficiente.”

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