Las noches eran las peores.
Escuchaba los ruidos del hospital y revivía cada insulto, cada golpe, cada mirada cómplice.
Me invadía la culpa por haber actuado solo, por no haber pedido ayuda antes.
Pero también me preguntaba si alguien me habría escuchado.
Cuando finalmente me dieron el alta, nadie vino a buscarme.
Tenía veinte años y un apellido que ahora significaba escándalo.
Clara me ayudó a encontrar una residencia temporal.
Me dijo que alguien debía contar la historia completa, sin titulares.
Acepté.
No para vengarme, sino para asegurarme de que nadie más creyera que el silencio es supervivencia.
Pasaron tres años.
A veces me miro al espejo y apenas reconozco al chico del garaje.
La cicatriz en mi hombro sigue ahí, recordándome que sobrevivir no siempre significa sanar.
Vivo en Madrid ahora, estudio psicología, y colaboro con una fundación que atiende a víctimas de violencia intrafamiliar.
No hablo mucho de mi caso; prefiero escuchar el de otros.