El día que recibió los resultados, se arrodilló frente a mí con lágrimas en el rostro:
—Perdóname… estaba equivocado… por favor, no me dejes…
Lo miré y ya no sentí remordimiento. Ese hombre había destruido mi confianza, había robado la felicidad de nuestra familia. Y ahora debía afrontar las consecuencias de sus actos.
—Quien merece tus disculpas es nuestra hija, no yo.
Respondí suavemente y luego me di la vuelta.
Desde ese día, dejó de importarme. Puse todo mi amor en mi hija, que volvió a vivir tranquila, sin miedo. Él seguía vivo, pero era una vida triste, marcada por el arrepentimiento tardío.
La pregunta “¿Sabes qué enfermedad tiene ella?” fue el inicio de la verdad revelada. También fue el final de un matrimonio que alguna vez pareció fuerte. Comprendí que a veces no hace falta venganza para el engaño, porque la vida misma se encarga de darle al traidor el castigo más duro.