Se le quebró la voz. “Carmen, he sido un tonto. Nuestro hijo… Miguel… es el mejor hombre que he conocido”.
Miguel sonrió, agarrando la mano de su padre. “Te quiero, papá. Siempre te he querido”.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Roberto. “Y yo te quiero, hijo. Por favor, perdóname”.
“Te perdoné hace mucho tiempo, papá”.
Ahora, mientras veo a Miguel masajear suavemente las piernas de su padre, tarareando suavemente, recuerdo aquella noche de hace décadas cuando Roberto dijo que nuestro hijo sería una carga. Qué equivocado estaba.
Miguel nunca ha sido una carga. Es un regalo. Un tesoro que a Roberto le llevó veinticinco años finalmente desenvolver.
Y mientras Roberto aprende a caminar de nuevo, apoyándose en el brazo firme de su hijo, me doy cuenta de algo: a veces las mejores lecciones de la vida vienen de aquellos que una vez subestimamos.
Miguel no solo sostiene la mano de su padre. Lo sostiene con un amor que nunca se rindió, nunca se amargó, nunca dejó de creer que algún día sería correspondido.
El niño que Roberto quería que abandonara es ahora el hombre que lo salva.
Y eso, para mí, es lo más hermoso que he presenciado.