Me queda un año de vida… ¡Cásate conmigo, dame un heredero y te quedarás con TODO!, dijo el granjero

Clara dio un respingo.

—Perdón, yo… No sabía si…

—Te dije que la biblioteca era tuya —la interrumpió con suavidad—. ¿Qué lees?

—Un tal Camões…

—Buena elección.

Se acercó y, por primera vez, hablaron de algo que no fuera la hacienda o los remedios de Mercedes. Augusto le contó la historia del poeta, le recitó de memoria unos versos. Cuando habló de libros, su voz cambió. El hombre severo se volvió casi joven.

Desde ese día, nació un nuevo ritual. Después de la cena, en lugar de retirarse cada uno a su soledad, se encontraban en el despacho. Él le enseñaba a entender los libros de cuentas, los contratos, los mapas de la propiedad. Ella hacía preguntas agudas. Augusto descubrió con sorpresa que aquella costurera pobre tenía una mente rápida, sedienta de conocimiento. Clara descubrió que el hombre que había comprado su futuro no era sólo un hacendado enfermo, sino alguien capaz de admirarla y respetarla.

Unos meses después, una náusea persistente y un cansancio extraño le dieron la respuesta que no se atrevía a formular. El doctor confirmó lo que ella ya intuía: Clara estaba embarazada.

Esa noche, durante la cena, ella rompió el silencio:

—El doctor vino hoy…

Augusto dejó los cubiertos. Sus ojos grises se clavaron en ella.

—Estoy esperando un hijo —dijo Clara, con la voz apenas audible.

Por un momento, él se quedó inmóvil. Luego se llevó las manos al rostro y, para sorpresa de Clara, empezó a llorar. No con sollozos ruidosos, sino con lágrimas silenciosas de alivio.

Ella se levantó, insegura, y fue a su lado. Augusto tomó su mano, apoyó la frente en su vientre aún plano y murmuró:

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