💔 “Me mandaron al pueblo porque era demasiado fea para casarme — 15 años después, regresé como la cara visible de su mayor empresa”
Me llamo Ugonna.
De pequeña, no me trataban como a una niña querida, sino como a una tolerada.
Demasiado morena. Demasiado gorda. Nariz demasiado ancha. Sonrisa demasiado torcida. Tenía marcas tribales, tobillos gruesos, una risa que hacía estremecer a la gente. Mi madre solía negar con la cabeza y decir: “Te saliste a alguien de muy atrás en la línea de sangre”. Como si fuera un error heredado.
¿Mis hermanas? Ni siquiera intentaron ocultarlo. “Sobras del pueblo”, susurraban, riendo disimuladamente tras las puertas cerradas.
Un día, cuando solo tenía 15 años, mi tío se sentó con mis padres y les dijo:
“Mándenla al pueblo. Está arruinando la imagen de belleza de la familia”.
Accedieron. Así sin más. Sin peleas. Sin despedidas. Solo una bolsa de nailon, un billete de autobús de ida y silencio.
En Umuchu, vivía con mi abuela: medio ciega, testaruda como una piedra y débil solo cuando rezaba. Se ataba la bata como una armadura y hablaba con voz de trueno, pero cuando sostenía mi rostro entre las palmas, decía:
“Puede que el mundo odie tu rostro, Ugonna. Pero hay fuego en tu alma. Mantenlo ardiendo”.
Me enseñó cosas que las chicas de ciudad nunca aprenden. A labrar la tierra. A mezclar hierbas. A convertir la ceniza y el aceite de palma en un suave jabón negro que curaba más que la piel.
No teníamos espejos en esa casa, pero por primera vez, me sentí hermosa.
Entonces, un día, el coche de una mujer se averió frente a nuestra casa. Estaba enfadada, perdida, y vestía como la adinerada de Lagos. La ayudé a arreglar el radiador. Se fijó en mis manos: ásperas, con cicatrices de años removiendo jabón caliente.
“¿Quién te enseñó a hacer ese jabón negro que vi afuera?”
“Mi abuela”, dije.
Parpadeó.
“Dirijo una marca de cuidado de la piel en Lagos. ¿Te unes a nosotras?”
Le dije que no sabía informática. Se rió y dijo: “Te enseñaremos”. Y así fue.
Empecé a distancia, mezclando fórmulas del pueblo y enviándolas semanalmente. Nadie me vio la cara. Solo mis iniciales: U. Nwakaego.
En dos años, los productos que creé se convirtieron en los más vendidos. La gente de la industria empezó a preguntar: “¿Quién es esta Nwakaego?”. Pero me mantuve en un segundo plano, dejando que mi trabajo hablara por sí solo.
Hasta que un día, la Sra. Elohor me dijo:
“Ya dejaste de esconderte. Ven a Lagos. Eres la cara de nuestra nueva marca”.