Me llamo Josefina Morales, tengo 52 años y guardo un secreto que nadie conoce, ni mi familia ni mis antiguos empleadores. Ya no puedo callarlo más, porque lo que se guarda dentro termina quemando como brasas.

Con Carmen era diferente, siempre fue más abierta, más cálida, pero con él, con él las cosas eran más duras. Le escribí un mensaje, no me atreví a llamarlo. Hijo, voy a regresar. No sé cómo va a ser todo, pero quiero intentarlo. Perdóname si me tardé tanto. No me contestó de inmediato. Pasaron tres días, tres, que se sintieron como 3 años y luego me mandó un mensaje cortito. Aquí te esperamos, ma. Lloré otra vez porque aunque fue corto fue suficiente.

La señora con la que trabajaba no entendió mucho mi decisión. Me dijo que pensara bien las cosas, que no iba a encontrar lo mismo en México, que allá estaba más segura. Pero yo ya no quería seguridad. Quería estar con los míos, aunque fuera tarde, aunque no supiera cómo. Empecé a empacar mis cosas. Me di cuenta de cuántas cosas tenía que en realidad no necesitaba. Ropa que nunca usé, zapatos que ya ni me gustaban, cosas guardadas por si acaso, pero también guardé mis recuerdos, las fotos, las cartas de mis hijos, los regalos pequeños que me mandaron por cumpleaños, todo lo que me sostuvo esos años.

Compré el boleto con los ahorros que tenía, solo de ida. El día que me subí al avión me temblaban las piernas. Era la primera vez que regresaba en 19 años, casi dos décadas. Me subí sola con un nudo en el estómago con una mezcla de emoción y terror. Durante el vuelo me puse a mirar por la ventana y pensé en todo. En los días buenos, en los días malos, en las veces que quise rendirme. Y me dije, “Ya hiciste lo que tenías que hacer, ahora te toca volver a vivir.” No sabía qué me esperaba, solo sabía que al bajar ya no iba a estar sola.

Cuando el avión aterrizó en Ciudad de México, lo primero que sentí fue el olor, un olor que no puedo explicar, pero que conozco desde niña. Mezcla de tierra, de comal, de humo, de calle, no sé, algo que me hizo llorar sin querer. Me puse la mano en la boca para no soltar el llanto ahí mismo con la gente alrededor. En migración no tuve problema. Salí caminando con mi maletita vieja, esa que me acompañó desde que llegué a Estados Unidos.

Traía lo poco que me cabía y una bolsa con dulces y chocolates para mis nietos. No sabía cómo iba a hacer verlos, no sabía qué cara poner, solo sabía que era ahora o nunca. Mi hija me estaba esperando afuera, Carmen, en persona, después de tantos años. Cuando la vi, me costó reconocerla. Ya no era la niña que yo dejé, era una mujer con ojeras, con cuerpo de mamá, con otra mirada. Me acerqué despacio. Ella me miró, sonrió y me abrazó fuerte, sin decir nada, solo lloró y yo también.

Estuvimos así, en silencio por varios minutos. La gente pasaba, los carros pitaban, pero nosotras estábamos ahí pegadas, llorando como si el tiempo se pudiera borrar con un abrazo. “Bienvenida a casa, ma”, me dijo bajito. Y ahí me quebré otra vez. Luis no fue por mí. dijo que no podía, que tenía trabajo, pero yo supe que no era por eso, era porque no estaba listo. Y lo entendí, porque yo tampoco estaba lista para muchas cosas. El camino a Cuautla fue largo.

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