Nunca la vi en persona, solo en fotos. Nunca supe si era segura, solo confié. Y así se fue yendo el tiempo. Yo veía cómo crecían, cómo cambiaban sus voces, sus caras, su forma de hablar, cómo dejaban de decirme mamá para decirme ma. ¿Cómo me hablaban menos? Me contaban menos, me preguntaban menos y yo sonreía, fingía que todo estaba bien, pero por dentro me sentía cada vez más lejos, como si cada dólar que mandaba construyera una pared más entre nosotros.
Una vez Luis me dijo, “Tú no sabes cómo es vivir sin mamá.” y me lo dijo sin coraje, con tristeza, con esa verdad que pesa. Yo solo le dije, “Yo tampoco, hijo. Yo también los necesito.” Y me arrepentí de decirlo porque sentí que no tenía derecho, que ellos tenían más razones para estar tristes que yo. Y claro que traté de volver. Una vez lo intenté. Fue cuando Carmen tuvo a su primer hijo. Sí, ya soy abuela. Pero ni eso me alcanzó para tomar la decisión.
Tenía miedo. Miedo de llegar y que no me reconocieran. Miedo de que me vieran como una intrusa. Miedo de que el bebé me dijera señora en lugar de abuela. Y además ya no tenía papeles. Salir era fácil, entrar otra vez imposible. Entonces me quedé, me aferré a esa rutina, a ese trabajo, a esas llamadas donde solo decía cómo están y me contestaban, “Bien, ma, todo bien.” Y así se me fue la vida. Con los cumpleaños por videollamada, con las noticias por mensajes, con los abrazos imaginados.
A veces me sentaba en mi cama en la noche y me preguntaba si había valido la pena. Si todos esos años trabajando como burra, mandando dinero, aguantando soledad, realmente ayudaron a mis hijos. Si les di un futuro o si les quité algo que ya nunca se iba a recuperar, porque el dinero compra muchas cosas, pero no compra el tiempo perdido. Y yo perdí tanto, tanto hasta que un día sonó el teléfono otra vez, pero esa vez algo cambió.
Era un martes, no se me olvida, martes a las 10:17 de la mañana. Yo estaba limpiando los vidrios del comedor cuando sentí que el teléfono vibraba en mi pantalón. Lo saqué rápido porque esa hora no era normal que alguien me llamara. Casi siempre mis hijos me mandaban mensaje por la tarde, después del trabajo o cuando tenían ratito libre, pero esa vez no. Esa vez era una llamada. Vi el nombre en la pantalla, Luis. Mi corazón se aceleró.
Me acuerdo clarito que se me resbaló el trapo de las manos y cayó al piso. Contesté sin pensar, con las manos todavía mojadas. Bueno, hijo, ¿todo bien? Del otro lado se escuchaba ruido como si estuviera en la calle, pero no me contestaba, solo respiraba. Luis, ¿qué pasa, mi amor? ¿Estás bien? Entonces me dijo con la voz quebrada, “Ma, la abuela se nos fue. Ahí se me fue el aire, como si me hubieran metido la cabeza bajo el agua.
No escuché más, solo un zumbido en los oídos. El cuerpo se me congeló. El teléfono casi se me cae de las manos. Me senté en el piso ahí mismo, sin importarme que estaba sucio, sin importarme nada. que fue lo único que pude decir. Se puso mal anoche, no despertó. El doctor dijo que fue el corazón. No sufrió, ma, no sufrió. Y ahí me rompí. Mi mamá, la mujer que había criado a mis hijos, la que me cubrió las espaldas por casi 20 años, la que me mandaba bendiciones en cada llamada, la que me decía que