«Traten a este bebé ahora», ordenó. “Todo lo que paguen es mío. Pero si se demoran un segundo más, compraré este hospital y los despediré a todos”.
Los médicos se apresuraron. Al amanecer, la fiebre había bajado. Los gemelos yacían a salvo, sus pequeños pechos subiendo y bajando a un ritmo tranquilo.
Olivia no se separó de Marcus esa noche. No le pidió las gracias; simplemente se quedó. A la mañana siguiente, las palabras del médico fueron claras: “No solo necesitan medicinas. Necesitan estabilidad. Necesitan un hogar”.
Para Olivia, la verdad la golpeó con fuerza. Temía que los hombres la amaran solo por su riqueza. Sin embargo, Marcus le había mostrado un amor más fuerte que el dinero: el amor de un padre que lo sacrificó todo por sus hijos.
Al principio, no vio romance. Era algo más profundo: la prueba de que el amor más puro aún existía, incluso en la miseria y la ruina.
Meses después, Olivia ayudó discretamente a Marcus a encontrar trabajo, un apartamento y una guardería adecuada para los gemelos. Sus vidas se entrelazaron, a veces a través de llamadas nocturnas, a veces a través de risas compartidas.
Y una noche, mientras los gemelos corrían por un parque, Olivia se dio cuenta de que Marcus le había dado algo que ningún imperio multimillonario jamás había tenido: un recordatorio de que los tesoros más valiosos de la vida no se encuentran en las bóvedas, sino en el corazón.