No rogaba por sí mismo; sus ojos no desprendían compasión. Su voz temblaba solo por sus hijas.
Se oyeron jadeos por toda la sala. El personal de seguridad se adelantó, pero Olivia levantó la mano. “Que se quede”.
El hombre se llamaba Marcus Reed, antiguo dueño de un pequeño negocio, ahora sin hogar tras la quiebra de su tienda. Su esposa se había marchado, dejándolo con las gemelas. La familia le dio la espalda, llamándolo una carga. Durante meses, un autobús abandonado fue su único refugio.
No había venido por dinero. Solo quería sobras, lo suficiente para mantener con vida a sus hijas.
Con discreta gracia, Olivia le acercó su plato intacto. “Dales de comer”, dijo.
En el pulido suelo del restaurante, Marcus alimentaba a las gemelas con cuchara, boca a boca. Ni un solo bocado llegó a sus labios. Olivia, que había construido muros alrededor de su corazón para proteger su fortuna, se encontró contemplando algo que no había visto en años: un amor que no pedía nada a cambio.
Esa noche, Olivia no pudo apartar la imagen de Marcus y sus hijas. Contra todo instinto, lo siguió a distancia. A través de callejones y calles destrozadas, lo vio subir a las gemelas a un autobús oxidado aparcado detrás de un terreno abandonado.
Dentro no había más que una manta rota y una ventana rota, remendada con cartón. Sin embargo, Marcus acunaba a las niñas como si fueran tesoros, tarareando suavemente bajo la lluvia:
“Eres mi sol, mi único sol…”