“Me das asco”, le dijo su propio hijo… y al día siguiente, el anciano vendió su casa y desapareció.

Viudo desde hacía años, don Melchor vivía en el pequeño pueblo minero de Santa Esperanza, criando solo a sus dos hijos, Nicolás y Rosa. Era un hombre de 65 años, marcado por el trabajo incansable en la mina, y cada mañana fría se arrastraba agotado de regreso a su humilde vivienda de adobe. Su cuerpo, cada vez más desgastado por el polvo y el esfuerzo, apenas respondía, pero su voluntad permanecía firme por sus hijos.

A pesar del dolor en su pecho y el aliento corto, al llegar a casa, Nicolás y Rosa corrían a recibirlo con alegría. Él los levantaba, disimulando el dolor, y con manos torpes pero llenas de cariño, les preparaba el almuerzo: lo mismo de siempre, arroz y papas. “Nada en la vida se logra sin sacrificio”, les decía, esperando darles un futuro que él nunca tuvo.

El tiempo siguió su curso y los años pasaron. Rosa, la más pequeña, siguió firme en sus estudios y su esfuerzo la recompensó con una beca para estudiar en el extranjero. Aunque preocupada por los gastos, don Melchor no permitió que la rechazara. “Hija, tú te lo has ganado. Yo me encargaré de todo. Estaré aquí trabajando más duro que nunca”. Y con esas palabras, Rosa partió, dejando a su padre con una soledad que ahora se sentía más profunda.

Mientras tanto, Nicolás comenzó a alejarse del camino que su padre había trazado. Empezó a frecuentar malas compañías y a encontrar refugio en el alcohol. Don Melchor, preocupado, lo confrontó una tarde: “Hijo, te lo pido. Vuelve a la escuela. No sigas ese camino”. Pero Nicolás lo miró con desdén. “¡Ya basta, viejo! ¡Déjame vivir mi vida!”. Esas palabras rompieron el corazón de don Melchor.

La rutina se volvió un ciclo sin fin: don Melchor salía de la mina, buscaba a Nicolás en la cantina del pueblo, lo llevaba ebrio a casa, lo acostaba y volvía a la mina. A pesar de todo, Nicolás nunca mostró gratitud; solo lo trataba con desprecio y le pedía dinero.

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