Incluso los camareros dejaron de trabajar para observar. Sentí las miradas de 200 personas sobre nosotros, pero por primera vez en dos años no me molestó. Era como volver a casa. La música creció y nosotros crecimos con ella. Santiago me guió en una serie de giros que exigieron toda mi técnica. Sus manos eran firmes pero respetuosas. Su liderazgo claro pero no autoritario. Era como si se diera cuenta de que bailaba con alguien especial y hubiera adaptado su estilo al mío.
En el momento más intenso de la canción me recostó de nuevo, pero esta vez fue diferente. Nuestros rostros estaban a centímetros el uno del otro. Vi sus púpilas dilatarse, su respiración acelerarse. Había algo allí que no era solo admiración por el baile, era deseo. Al terminar la canción, nos quedamos abrazados unos segundos que parecieron eternos. El silencio en la sala era absoluto. Entonces estallaron los aplausos. Santiago me ayudó a incorporarme, pero no me soltó la mano enseguida.
Me miraba como si me viera por primera vez. ¿Quién eres? Susurró. Antes de que pudiera responder, María Elena apareció a mi lado, sus ojos brillando de orgullo y preocupación al mismo tiempo. Valentina, querida, creo que será mejor que vuelvas a trabajar, dijo con dulzura. Asentí soltando la mano de Santiago. Tomé mi delantal y me alejé, sintiendo su mirada clavada en mi espalda. Pero algo había cambiado en esos pocos minutos, algo que aún no podía nombrar. El resto de la velada transcurrió en una extraña neblina.
Atendía las mesas mecánicamente, pero sentía las miradas curiosas de los comensales siguiéndome. Algunos susurraban entre sí, otros me observaban con una nueva mirada que me incomodó. Santiago había regresado a su mesa, pero algo fundamental había cambiado en su comportamiento. Ya no se reía a carcajadas con sus amigos, ya no hacía comentarios arrogantes. Sus ojos me buscaban constantemente por toda la sala y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, apartaba la mirada rápidamente, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo prohibido.
Alrededor de las 10 de la noche, mientras recogía vasos vacíos de una mesa cercana, lo escuché hablando con sus amigos. Santiago, tío, te pusiste muy serio después de ese baile”, dijo Rodrigo, el rubio bajito. Solo era una broma. Así es. Asintió el de las gafas doradas. No te vas a casar con una camarera, ¿verdad? Santiago guardó silencio un momento haciendo girar el vaso de whisky entre sus dedos. “¿La viste bailar?”, dijo finalmente. No fue suerte. Es una profesional.
“¿Y qué?” Rió la pelirroja. Profesional en qué atender mesas. Su risa cruel me golpeó como una bofetada. Sentí la ira familiar subiendo por mi garganta, pero me controlé. Seguí recogiendo los vasos, fingiendo no haber oído. “No lo entiendes”, continuó Santiago con un tono de voz diferente. “Baila mejor que cualquier mujer que haya conocido.” “Mejor que las profesoras del club. “Mejor que Santiago.” Interrumpió Rodrigo. “¿Hablas en serio? para ser camarera. Deja de llamarla así, dijo. Y había verdadera irritación en su voz.