Crecí en la pobreza. Mi madre sufría de una enfermedad pulmonar y mi hermano menor no podía ir a la escuela por falta de dinero. En cuanto a mí, era solo una joven sencilla con sueños de salir adelante en la vida, incluso si eso significaba perder mi libertad.
Una noche, llegaron noticias a nuestra pequeña casa. Se hablaba de un anciano rico llamado Don Armando que buscaba esposa.
Decían que era gordo, casi del tamaño de un refrigerador, y casi el doble de mi edad. Pero también decían que era amable y muy, muy rico.
“Hija”, dijo mi madre, recuperando el aliento entre toses, “quizás esta sea tu oportunidad. Para que no tengamos que sufrir más”.
Le temblaba la voz y vi lágrimas en sus ojos. Desesperada, acepté.