Alí permaneció inmóvil, sintiéndose pequeña como una niña recién reprendida. Sin decir una palabra, se agachó rápidamente, cogió un trapo y comenzó a limpiar el suelo. Poco a poco, los murmullos regresaron y la conversación comenzó a llenar la sala. Sin embargo, las palabras de Raimunda seguían retumbando en su cabeza. Las lágrimas amenazaban con escapar, pero Alí las contuvo. No quería darle a su suegra la satisfacción de verla llorar.
Entonces, Roberto se acercó. Durante un breve instante, Alí pensó que quizás iba a ayudarla o consolarla de algún modo, pero la sonrisa burlona en su rostro le indicó lo contrario.
— Alí, sabes que tengo un regalo para ti —dijo con tono irónico.
Ella lo miró con una chispa de esperanza. Tal vez, después de todo, Roberto había recordado su cumpleaños y le había preparado una sorpresa. Sin embargo, esa ilusión se desvaneció rápidamente.
Él extendió la mano detrás de la pared, como si fuera a revelar algo especial, pero lo que sacó fue una escoba.
Con una risa maliciosa, se la entregó.
— Aquí tienes tu transporte. Ahora puedes volar —dijo en tono sarcástico.
Las carcajadas de los invitados llenaron la habitación de inmediato, envolviendo a Alí en una sensación de vergüenza y soledad aún más profunda.
Alí miró la escoba en sus manos, sintiendo cómo la humillación la envolvía, como si los demás acabaran de contar el mejor chiste de la noche. Sus dedos se aferraron al palo de la escoba mientras las lágrimas luchaban por salir. Pero en ese instante, algo cambió dentro de ella.
Toda la tristeza acumulada durante semanas, meses, quizás años, se transformó en una furia intensa que ardía en lo más profundo de su ser. Su corazón comenzó a latir con fuerza y, sin pensar, empezó a barrer el suelo con movimientos rápidos y enérgicos. Las risas se desvanecieron poco a poco y los invitados la observaban desconcertados.
— ¿Qué está haciendo? —murmuró alguien.