2
El restaurante bullía con el murmullo constante de voces. La enorme lámpara de araña que colgaba del techo brillaba con tanta intensidad que las luces colgantes de cristal tintineaban levemente con cada movimiento del aire. Las mesas estaban repletas de aperitivos: forshmak, pescado en gelatina, piña con queso, tartaletas, ensalada Olivier; los camareros traían vino espumoso y las cintas de las sillas brillaban como la nieve.
El aniversario había sido planeado meticulosamente. Todo tenía que ser perfecto.
Casi perfecto.
Valentina Sergeevna aceptaba las felicitaciones, besaba el aire en las mejillas de sus invitados, escuchaba los cumplidos, pero su mirada se dirigía constantemente hacia las puertas de entrada. No se lo admitía a sí misma, pero esperaba.
¿Vendrá? ¿No?
Y si viene, ¿qué aspecto tendrá?
Se lo imaginó: sin afeitar, con una chaqueta barata, quizá incluso con la cara manchada de alcohol. Sería gracioso. Todos verían que tenía razón. Que era un desconocido. Que de ese matrimonio no salía nada bueno. Que esa sangre… no se había ido a ninguna parte.
Once años atrás, lo había echado sin piedad.
Vino a pedir dinero. Para el alquiler, una especie de entrada… una entrada. Pensó que su madre volvería a sacarlo de apuros. Que ella volvería a cargar con el peso de su mediocridad. Vino con esa Ksenia suya: tranquila, rústica, siempre avergonzada, como si pidiera perdón por respirar.
Y les contó todo lo que pensaba.
Delante de Víctor.
Delante de Denis.