—Mamá, cena aquí esta tarde. Llegaré temprano a casa. —Sonreí, reconfortada por la alegre voz de mi hija, sin imaginar que ese mismo día me cambiaría el mundo.

“Mamá, si no hubieras estado aquí, lo habría perdido todo”.

Semanas después, la verdad salió a la luz: Rafael estaba ahogado en deudas de juego y había planeado robarle a Maricel y huir con su amante. Incluso falsificó documentos para la transferencia de la casa.

El día del veredicto, Rafael mantuvo la cabeza gacha, incapaz de sostener mi mirada. Un hombre que lo tenía todo lo había perdido todo por la avaricia.

Ahora, Maricel y yo vivimos en un pequeño apartamento en Ciudad Quezón, confiando plenamente el uno en el otro. La gente me pregunta si me arrepiento de haber llamado a la policía. Solo sonrío:

“Si me hubiera quedado callada, mi hija no habría estado a salvo. Mi yerno habría sido el que lloraría en la cárcel”.

Todavía recuerdo ese momento sofocante en el armario: el día que descubrí la verdad, el día que se me rompió el corazón y, aun así, me hice más fuerte como madre.

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