Los domingos se convirtieron en días de picnic en el parque donde jugaban a las escondidas, comían sándwiches caseros y hablaban de lo que querían ser cuando fueran grandes. Mateo decía que sería inventor. Matías quería ser escritor y Emma soñaba con ser astronauta. Fabiana los escuchaba y pensaba que esos sueños simples eran más valiosos que cualquier castillo de mentiras que Moisés hubiera querido construir. Ahora, su familia era pequeña, sí, pero sólida.
Cada quien tenía voz, espacio y seguridad para ser quién era. Violeta también se adaptó a la nueva rutina, aunque sus noches a veces se llenaban de insomnio, aún así jamás se quejaba. No necesito dormir cuando tengo paz”, decía. Y con eso bastaba. Fabiana la observaba con una mezcla de admiración y gratitud, sabiendo que sin su madre todo habría sido distinto.
Ella había sido el ancla en medio de la tormenta, el motor detrás de cada decisión. Una tarde lluviosa, mientras todos jugaban a las cartas en la sala, Violeta se levantó y fue hasta el armario donde guardaba la cápsula del pasado. Volvió con la caja entre las manos, la colocó sobre la mesa y miró a los niños.
No la vamos a abrir todavía, pero quiero que sepan algo. Dijo con voz suave, “Todo lo que hay aquí adentro no es para que odien, sino para que recuerden quiénes son.” Matías frunció el seño, confundido. ¿Y qué somos?, preguntó. Violeta. Lo miró directo a los ojos y respondió, supervivientes, guerreros que saben que la verdad siempre encuentra su camino, aunque primero tengas que cavar para encontrarla.
Los niños no entendieron del todo, pero algo en esa frase quedó resonando. Fabiana apretó la mano de su madre sintiendo un calor en el pecho por primera vez. En mucho tiempo ya no temía lo que el futuro pudiera traer. Habían pasado por lo peor y aún así estaban ahí vivos, juntos, amándose con una fuerza que ni la muerte, ni el engaño, ni la traición pudieron romper.
El aniversario del intento de asesinato llegó sin ceremonias. No hubo discursos, ni lágrimas, ni velas. En lugar de eso, Fabiana organizó una cena especial en casa. cocinó los platos favoritos de cada uno, imprimió fotos familiares para decorar la mesa y pidió a todos que compartieran un recuerdo feliz del último año. Mateo habló de su primer paseo en bicicleta sin ruedas de apoyo.
Matías contó cómo ganó el concurso de cuentos en la escuela y Emma celebró que había aprendido a nadar. Andrés dijo que su momento favorito era cada vez que los niños lo llamaban Andy. Cuando fue el turno de Violeta, simplemente dijo, “Mi recuerdo favorito es este.” Ahora mismo, Fabiana no pudo evitar emocionarse.
Era la primera vez que el día más oscuro de su vida se llenaba de luz. No por olvidar lo que ocurrió, sino por demostrar que podían seguir adelante sin cargar con el peso del pasado. Ese fue el día en que Fabiana entendió de verdad que habían ganado. No solo la batalla legal, sino la emocional. Habían vencido el miedo. Con el tiempo, Fabiana se animó a compartir su historia en pequeños círculos.
Nunca la contaba completa, pero hablaba en grupos de mujeres, en asociaciones de víctimas, en reuniones escolares. Lo hacía no para revivir el dolor, sino para inspirar. Hay momentos en que una madre no tiene opción, solía decir. Y cuando la vida de tus hijos está en juego, encuentras fuerzas donde nunca imaginaste.
Su voz, firme, pero empática, tocaba a muchas personas. A veces, después de una charla alguien se le acercaba llorando diciendo, “Gracias por hablar. Me diste valor para salir de donde estoy.” Fabiana volvía a casa cada vez con el alma un poco más liviana. Andrés la esperaba con una taza de té y los niños corrían a abrazarla.
Nunca hablaban del contenido de sus charlas, pero todos sabían que algo importante estaba pasando. Ya no era solo una mujer que sobrevivió. se había convertido en un faro para otras. Y aunque la oscuridad nunca desapareciera por completo, ella había aprendido a caminar con una linterna en la mano. En uno de esos encuentros, Fabiana conoció a una joven llamada Clara.
Tenía apenas 20 años y vivía atrapada en una relación violenta con un hombre mayor. Después de escuchar la historia de Fabiana, la esperó afuera del auditorio con una mirada temblorosa y un cuaderno apretado contra el pecho. ¿Usted cree que alguien como yo puede salir de esto?, preguntó en voz baja. Fabiana la miró con ternura y no dudó. No solo puedes, vas a hacerlo y cuando salgas no vas a estar sola.
A partir de ese día, Clara comenzó a visitar la casa los fines de semana. Jugaba con los niños, ayudaba en la cocina y poco a poco recuperó la risa. Violeta la adoptó como si fuera una nieta más. Fabiana no solo la ayudó a denunciar a su agresor, sino que le consiguió una beca para terminar sus estudios.
Verla florecer fue otro recordatorio de que el dolor cuando se comparte y se enfrenta puede transformarse en algo poderoso. Clara como tantos otros era prueba viva de que lo que les pasó no había sido en vano. Mientras tanto, la historia de Fabiana, aún sin haberse hecho pública en su en totalidad empezaba a circular como una leyenda urbana en algunos rincones del país.