Ya no se trataba solo de cerrar un ciclo personal. era sobre abrir caminos para otras. Y ese propósito, más que cualquier castigo a Moisés, era el acto de justicia más poderoso que podían ofrecer al mundo. Un día, al cerrar una jornada intensa en la fundación, Fabiana quedó sola en la oficina mirando por la ventana como caía una lluvia fina sobre los árboles del patio.
tomó el celular, buscó una foto de sus hijos jugando de pequeños y la comparó con una actual donde ya parecían hombres. Pensó en todo lo que habían atravesado, en la historia que habían contado mil veces y en las partes que aún seguían escribiendo. Y se sintió plena, no perfecta, no inmune al dolor, pero sí completa, porque había transformado el veneno en alimento, el miedo en motor, la oscuridad en semilla.
Y entonces, con una sonrisa tranquila, escribió una última frase en el cuaderno de tapas duras que aún conservaba desde aquellos días. Sobrevivimos. Y eso no fue el final, fue el verdadero comienzo. Pasaron algunos años más y con el tiempo los detalles más duros de la historia comenzaron a desvanecerse del centro de sus vidas.
No porque fueran olvidados, sino porque habían sido integrados, digeridos, asumidos como parte del pasado que ya no definía su presente. Fabiana seguía al frente de la fundación. Los gemelos ingresaron a la universidad, uno en literatura, el otro en biomedicina y Emma, con su dulzura intacta, decidió estudiar trabajo social. Violeta, aunque con menos energía, seguía inspirando a todos con su mirada firme y su corazón gigante.
Las noches de juego, las cenas al aire libre, las caminatas en silencio, todo formaba parte de una cotidianidad nueva, tejida desde cero, con hilos de amor y resistencia. Fabiana había encontrado su lugar en el mundo, no como víctima, no como heroína, sino como mujer, madre y guía que eligió no rendirse.
Y cada persona que tocaba, cada historia que escuchaba, cada mano que sostenía, era una extensión de esa elección. El día que Matías y Mateo cumplieron 18, Fabiana organizó una cena íntima en el jardín. No hubo discursos, solo una caja encima de la mesa, la cápsula del pasado. Esta vez no había prohibición. Con manos seguras, los muchachos la abrieron y recorrieron los objetos uno a uno.
Reron, se emocionaron y finalmente los cuatro, incluyendo a Ema, escribieron juntos una nueva carta para guardar allí. Gracias por elegir vivir. Gracias por no rendirse. Gracias por mostrarnos que la oscuridad no es el final. Luego cerraron la caja y la sellaron nuevamente, prometiendo no volver a abrirla hasta que tuvieran hijos propios a quienes contarles esa historia.
Fabiana se apartó un momento, los observó desde lejos y sintió un calor profundo en el pecho, porque ese día, más que ningún otro, entendió que todo había valido la pena, que sobrevivir no era el desenlace, era apenas el primer capítulo de la vida que realmente merecían vivir y ahora, por fin, podían escribirla desde la luz. Esta historia merece ser contada muchas veces más.
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