Los hijos gemelos del millonario viudo pasaban hambre hasta que la nueva niñera hizo algo inesperado y les cambió la vida para siempre-a-diuyy

aire del lugar había cambiado.
En la tarde, Mariana los llevó al cuarto de juegos, uno que estaba cerrado desde hacía tiempo. Ricardo lo había mandado a cerrar porque, según él, les traía recuerdos dolorosos. Pero Mariana encontró la llave en una caja de herramientas. Entraron despacio. El polvo cubría casi todo. Había muñecos,

libros, una casa de madera en miniatura. Una alfombra con caminos pintados.
Los niños no dijeron nada, solo miraban todo con una mezcla de sorpresa y tristeza. Mariana sacudió la alfombra con fuerza, abrió las ventanas y dejó que entrara la luz. Este cuarto es suyo. Aquí pueden hacer lo que quieran. Emiliano se acercó a una estantería y tomó un libro. Sofía se sentó en una

esquina y abrazó una muñeca vieja.
No hablaban, pero sus cuerpos decían más que mil palabras. A la hora de la cena, Mariana los dejó escoger el menú. “Hoy es su día,”, les dijo. Sofía pidió quesadillas y Emiliano quería arroz con plátano. Mariana se puso manos a la obra. Chayo miraba desde lejos con los brazos cruzados. “Nunca había

visto a esos niños pedir comida”, murmuró. Mariana le sonrió. Yo tampoco.
Cuando se sentaron a comer, los platos no quedaron vacíos, pero al menos la comida ya no se quedaba intacta. Era como si de a poquito el hielo se empezara a derretir. Esa noche Mariana se quedó un rato más después de acostarlos, les leyó un cuento mientras ellos se acomodaban bajo las sábanas.

Cuando terminó, no dijeron nada, pero no le pidieron que se fuera. Ella se quedó un rato más en silencio. Sofía se giró hacia la pared. Emiliano se quedó boca arriba mirando el techo. Mariana les acarició el cabello muy suave. Ninguno se movió. Cuando salió del cuarto, Ricardo la estaba esperando

en el pasillo.
Tenía las manos en los bolsillos y la cara tensa. Mariana lo miró sin saber si estaba molesto o curioso. Él rompió el silencio. ¿Qué les hiciste? Mariana frunció el ceño. Nada, solo estuve con ellos. Ricardo asintió despacio. Hacía mucho que no los veía. Así Mariana quiso decir algo más, pero no lo

hizo. Solo lo miró a los ojos.
Él bajó la mirada como si se sintiera culpable. Cada paso que daban era pequeño, pero real y eso empezaba a notarse en todos los rincones de esa casa, que por fin parecía menos casa y más hogar, aunque nadie lo dijera con palabras. El cielo estaba medio nublado, pero el clima era perfecto para

estar afuera. No hacía calor, no hacía frío.
Mariana bajó con los niños después de la comida. Emiliano traía un balón bajo el brazo y Sofía llevaba una libreta donde dibujaba caritas tristes con ojos grandes. Mariana no dijo nada sobre eso, solo abrió la puerta del jardín sin preguntar a nadie. Chayo la miró desde la ventana otra vez con cara

de te vas a meter en problemas, pero no dijo nada.
Los tres salieron al jardín. Había una mesa larga con bancas de madera en un rincón. Mariana se acercó, la limpió con un trapo y puso ahí unos jugos que había preparado en frascos con popotes. “Hoy vamos a hacer algo distinto”, dijo. Emiliano. Dejó el balón en el pasto y se acercó. Sofía se sentó

sin dejar su libreta.
Mariana sacó una caja de cartón. Tenía tijeras de punta redonda, colores, cinta adhesiva, botones viejos, estambre, hojas secas y un montón de cosas más. Vamos a inventar algo. Un monstruo, un robot, un animal raro, lo que se les ocurra. Sofía levantó la vista por primera vez en todo el día.

Emiliano sacó unos botones. Esto es basura. Preguntó. Mariana. Se rió.
Sí, pero de la basura salen cosas geniales. Pasaron más de una hora ahí. Mariana hacía un pájaro con tubos de cartón, Sofía un perro con taparroscas y Emiliano, un robot con latas. Ninguno hablaba mucho, pero el ambiente era relajado, hasta alegre. De vez en cuando se escuchaban risas bajitas. A

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