No pasó mucho tiempo antes de que Adriana apareciera otra vez. Esta vez llegó con maletas. Solo estaré unos días, dijo con su típica voz seca. Ricardo no protestó, parecía cansado, distraído. Mariana no se sorprendió. Lo que sí la sorprendió fue el cambio en los niños. En cuanto vieron a Mina Nesenta, su tía se pusieron serios.
Sofía dejó de hablarle a Mariana por un rato. Emiliano se volvió más callado. Era como si la presencia de Adriana los hiciera encogerse. Adriana se instaló en una de las habitaciones de invitados, pero no se quedaba quieta. Iba de un lado a otro como si inspeccionara todo. Comentaba cosas sin que nadie se lo pidiera. Este mantel está manchado.
Los niños no deben correr por la casa. No entiendo cómo Mariana tiene tanto acceso a todo.” Nadie le respondía, pero el ambiente ya no era el mismo. Una tarde Mariana estaba en la biblioteca con los niños. Les leía un cuento cuando escuchó que alguien hablaba por teléfono desde el pasillo. Era Adriana. Su tono no era el de siempre. Estaba molesta. No, no puedo forzarlo. Todavía no.
Está raro. Más cercano a ella. Sí, la niñera. Te dije que no era cualquiera. Mariana se quedó congelada. No era su estilo escuchar conversaciones, pero esa voz baja y nerviosa la hizo quedarse ahí sin moverse. Lucía se enteró. Claro que se enteró, dijo Adriana al otro lado de la puerta. Por eso todo se fue al Por eso empezó a escribir cosas.
No te preocupes, nadie va a leer eso. Mariana se llevó una mano al pecho. El diario. ¿Era eso lo que Adriana quería ocultar? Cerró el libro de cuentos, les dio un beso a los niños y salió con una excusa. Cuando llegó al pasillo, Adriana ya no estaba, solo quedaba ese silencio sospechoso que deja alguien cuando acaba de esconder algo.
Esa noche Mariana no pudo con la duda. Buscó a Chayo en la cocina. le sirvió un té y se sentó frente a ella. “¿Tú sabías si Lucía sospechaba de Adriana?” Chayo la miró como si le hubiera hecho la pregunta más peligrosa del mundo. No respondió de inmediato. “¿Tú? ¿Por qué preguntas eso?” Mariana se encogió de hombros. “Solo es una duda.” Chayo bajó la voz.
“Mira, yo no voy a meter las manos al fuego por nadie.” Pero Lucía era lista. Veía cosas que los demás no. Mariana se acercó un poco. Cosas como que Chayo la miró como que Adriana no solo venía a ver a los niños. Venía por Ricardo. Mariana no necesitaba más. Se le revolvió el estómago, empezó a atar cabos, las visitas constantes, la incomodidad de Lucía en el diario, las frases cortadas, todo apuntaba a lo mismo.
Ricardo y Adriana en algún momento habían tenido algo, quizás antes de Lucía, quizás durante y Lucía lo supo. Al día siguiente, Mariana fue con Ricardo, lo encontró en el jardín leyendo unos papeles, se sentó a su lado sin rodeos. Tú y Adriana tuvieron algo. Ricardo la miró de golpe. ¿Qué? No me mientas, solo dime la verdad. Él cerró los papeles.
Fue antes de Lucía, mucho antes. Éramos jóvenes. Pasó una vez. No fue serio, pero Adriana nunca lo soltó del todo. Mariana lo miró fijo. Lucía lo supo. Ricardo bajó la mirada. Sí. Y le dolió mucho. Mariana tragó saliva. No sabía si sentir rabia o compasión. ¿Y por qué la dejaste quedarse en la casa? Ricardo se frotó la cara.
¿Por qué es la tía de los niños? Porque me siento culpable. Porque no quiero más problemas. Mariana se levantó. Pues los problemas ya están aquí y están disfrazados de familia. Esa noche Mariana revisó el diario otra vez. Volvió a leer esa frase. Si algo me pasa, espero que alguien entienda lo que yo no pude decir en voz alta. Ahora lo entendía.
No compruebas, pero con el instinto de alguien que ya no se tragaba las apariencias. En esa casa había muchas mentiras guardadas detrás de fotos familiares y no todas venían de afuera. Algunas vivían dentro desde hace mucho. Esa noche la casa estaba en silencio, pero un silencio distinto. No era tenso ni triste. Era como si todo estuviera pausado.
Los niños se habían dormido rápido después de una tarde larga jugando con una caja de cartón que Sofía había convertido en castillo. Emiliano se hizo una espada con una cuchara. Mariana les puso música de fondo mientras jugaban y no los apuró para bañarse ni para cenar. Se quedaron dormidos en el sillón viendo una película de dragones. Ricardo los cargó hasta su cuarto, no dijo nada, solo los acostó, los tapó y bajó con Mariana a la cocina. Ella limpiaba los restos de Midon Cent la cena.
Había un par de platos sucios, una olla con arroz pegado y un vaso con medio jugo. Ricardo agarró una toalla y empezó a secar sin que ella se lo pidiera. Mariana se lo quedó viendo como quien ve algo raro, pero no dijo nada. ¿Estás bien?, preguntó él sin mirarla. Sí, solo tengo la cabeza llena, respondió mientras enjuagaba una cuchara. Por lo del diario. Mariana se detuvo.
¿Tú sabías que Lucía tenía uno? Ricardo asintió muy leve. Una vez la vi escribir, pero nunca supe qué tanto ponía ahí. Nunca le pregunté. Mariana apagó el grifo. El agua dejó de sonar. Solo se escuchaba el reloj colgado en la pared. Tic, tic, tic. Ella tenía muchas dudas, Ricardo, mucha tristeza que no se notaba a simple vista. Y no confió en todos.
Ricardo dejó la toalla, se apoyó en la barra, bajó la cabeza. No estaba molesto, solo se veía agotado. Yo no fui el mejor esposo dijo sin levantar la voz. A veces me encerraba en el trabajo, a veces no veía lo que tenía frente a mí y ahora me da miedo repetirlo. Mariana se acercó un poco. No sabía si hablar o no, pero algo en ella la empujó.
No estás repitiéndolo, estás tratando. Estás aquí. Ricardo la miró. Ella lo miró también. No había música, ni palabras bonitas, ni luces especiales. Solo ese momento raro donde dos personas se quedan más tiempo del que deberían viéndose. Él dio un paso. Ella no se movió. La cocina se hizo más chiquita, más íntima.
Ricardo levantó la mano y le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja. Mariana tragó saliva. El corazón le latía tan fuerte que pensó que se escuchaba. “¿Puedo?”, dijo él sin terminar la frase. Mariana asintió y pasó. Un beso nada de película, nada exagerado, solo sus labios tocándolos de ella. cálido, verdadero, de esos que no buscan impresionar, solo conectar. Cuando se separaron, Mariana bajó la mirada.
Ricardo también. Los dos sonrieron apenas. No sé qué fue eso dijo Mariana. Yo tampoco, respondió Ricardo. Se quedaron ahí un rato más sin hablar. Luego ella volvió al lavabo, lavó el último plato. Él agarró su saco y se despidió con un gesto. Descansa, Mariana, tú también. Esa noche Mariana se sentó en la orilla de su cama sin saber qué pensar. No era amor todavía.
No era una historia de telenovela, pero había algo, algo real, algo que ya no se podía ignorar. Un beso no cambia todo, pero dice mucho y ese dijo justo lo que ninguno de los dos se atrevía a decir en voz alta. Adriana no se dio por vencida. Esa mañana entró a la cocina sin permiso, con una bandeja de galletas caras.
Se sentó en la mesa del comedor, sacudió la servilleta y las puso frente a Chayo y Mariana. Un detalle para todos, dijo con esa voz fría que tiene. Mariana la miró, pero no dijo nada. Chayo puso los ojos en blanco en silencio. Adriana se levantó y fue directo al despacho de Ricardo. Mariana y Chayo la vieron pasar. La tensión era evidente. Pasaron un minuto, dos.
Luego Adriana salió con un sobre en la mano y se lo entregó a Chayo. Porfa, dáselo al patrón cuando esté solo. Chayo lo guardó sin mirar. Media hora después, Ricardo apareció y encontró el sobre su escritorio. Lo abrió y sacó unas fotos impresas. Eran de Mariana, una con los niños en el mercado, otra en la cocina, una más donde él y ella caminaban cerca del jardín. fotos que alguien había tomado con cuidado. Ricardo frunció el ceño.
Adriana entró y se plantó firme. Quiero advertirte algo, hermano, y es mejor que lo sepas de mí antes que de otro. Ricardo la miró. ¿Sobre qué? Adriana dejó el sobre junto a las fotos. Sobre Mariana. Él abrió las fotos, las repasó sin entender. ¿Qué quieres decir? Adriana se quedó callada un segundo como midiendo. Dicen que esta mujer tiene un pasado complicado.
¿Sabes lo que se dice en el pueblo donde vivió? Déjame mostrarte algo más. De la bandeja sacó recortes de periódico, pantallazos de redes. Decían cosas imprecisas. Posible estafa. Niñera despedida por Desacato. Casa grande vendida por ella sin contexto real. Mariana apareció en esas imágenes señalada. Ricardo levantó la mirada furioso.
Esto no es verdad. Adriana empujó las pruebas sobre la mesa. ¿Tú lo crees o no? Pero yo te lo aviso, porque si esto explota, vas a estar en medio. Vas a perder la custodia de los niños, el prestigio, todo. Mariana apareció en el despacho sin que nadie se diera cuenta. Escuchaba cada palabra. Su mundo se caía.
Ricardo vio a Mariana ahí parada, se le tensaron los músculos, miró los papeles, luego a ella. Es verdad, preguntó Mariana negó. No, nunca. No sé quién dijo eso. Se veía vulnerable. Ricardo se giró hacia Adriana. ¿Dónde conseguiste esto? Ella alzó la barbilla. Se busca. Está en internet. Ricardo agarró unos papeles y empezó a quemarlos con fuego de encendedor. Adriana abrió la boca para decir algo, pero él la interrumpió.
Esto no me importa. ¿Entendiste? Adriana no dijo nada, solo respiró hondo y se fue sin mirar atrás. Se fue con paso firme con los tacones marcando los azulejos. Mariana salió del despacho. Ricardo la encontró en la puerta. Lo siento”, dijo él con voz cansada. Mariana lo miró y trató de recomponerse. “Yo no les fallaré.
” Ricardo la abrazó y por primera vez habló como papá y como pareja. Yo te creo. Ese abrazo no era de trabajo, era de familia. Lo que Adriana hizo no solo sembró dudas, también activó algo dentro de Ricardo, la necesidad de proteger a quienes ama. Y Mariana, sin decir una palabra más, lo sabía y sentía que la jugada de Adriana no se quedaría sin respuesta. Esa noche Mariana no cenó.
No tenía hambre. Se quedó sentada en el cuarto de servicio con la cabeza apoyada en la pared y los ojos fijos en la nada. Le dolía la espalda, pero más le dolía el corazón. No por las fotos ni por lo que Adriana había dicho, eso ya lo había vivido. Lo que dolía era ver cómo todo lo que había construido con los niños podía derrumbarse en un segundo, solo por lo que alguien más decidiera contar de su vida. Ricardo no insistió.
La dejó sola, pero le pidió a Chayo que le llevara un té. Mariana apenas lo probó. A medianoche tocó la puerta de Ricardo. Él abrió con cara de cansado. Sin palabras, Mariana entró, se sentó en el sillón. Él también. Hubo silencio unos segundos. Luego ella habló. Sí, tuve problemas, pero no como los contaron. Ricardo solo la escuchó. Tenía un hermano menor, se llamaba Miguel.
Cuando éramos niños, él se enfermó mucho. Mis papás no tenían dinero. A veces comíamos un día sí y otro no. Yo me encargaba de él. Le hacía sopas con agua, arroz con aire. Un día se me quedó dormido y no despertó. Ricardo tragó saliva. Mariana seguía. No fue mi culpa, pero me juzgaron. Dijeron que lo descuidé, que no hice lo suficiente. Tenía 14 años.
Ricardo, ¿qué podía hacer yo? De ahí vino todo. El enojo, la culpa, la forma en que me ve la gente. Me fui del pueblo. Cambié de nombre por un tiempo. Trabajé limpiando casas, cuidando niños, siempre con la idea de que podía ayudar a alguien más. Como no pude ayudar a Miguel. Ricardo no sabía qué decir.
Mariana lo miró, los ojos húmedos. Y eso es todo. No soy un peligro. No soy una ladrona, solo alguien que ha tenido que empezar muchas veces desde cero. Ricardo se levantó, caminó por la sala, luego se acercó. ¿Y por qué me lo cuentas ahora? Porque no quiero que te lo diga, Adriana. Quiero que lo sepas de mí. Ricardo se agachó frente a ella, le tomó las manos.
Gracias. Esa noche no pasó nada más. No hubo beso, ni abrazo, ni caricias. Solo dos personas que se miraron con respeto, con verdad. Dos personas que ya no tenían secretos entre sí. Al día siguiente, Ricardo no permitió que Adriana bajara a desayunar con los niños. Le pidió que se fuera.
Le dijo que ya no era bienvenida si venía a sembrar dudas. Mariana lo supo por Chayo, pero no preguntó más porque ahora ella había soltado lo que cargaba. Y por primera vez en mucho tiempo no sentía culpa, solo alivio. Después de que Ricardo enfrentó a Adriana y ella se fue esa mañana, algo cambió en la mansión.
Ya no era solo silencio incómodo, ahora había tensión en el aire. Mariana lo sentía en cada paso que daba por los pasillos. Enemes, cada mirada que le lanzaba Chayo desde la cocina, en cada gesto de los niños al mirarla antes de dormir. Ricardo volvió a ser el padre que estaba cerca, pero también más serio. Cuidaba cada palabra. A veces cuando hablaba con Mariana cerca susurraba un poco, no para esconder, pero sí para contener.
Mariana lo notó una vez más cuando decidió hablar con Sofía en el cuarto de juegos. Sofía la miró y solo dijo, “Tía Adriana se fue nada más.” No preguntó por qué, no dijo, “Qué bien que se fue.” Solo afirmó un hecho y se quedó callada. Era una niña, pero comprendía más de lo que alguien pensaba. Chayo cada vez estaba más a la defensiva. La veía con cara de interrogante.
Le preguntaba qué hacía en ciertas habitaciones. Pregunta que apenas sonaba como rumor y llegaba directo al oído de Mariana. Ella contestaba con calma y sin detenerse seguía su camino. Pero ese sonido de uñas sobre vidrio cuando Chayo limpiaba ventanas era como un juicio silencioso. Empezaron las miradas cruzadas. Ricardo y Mariana al mismo tiempo queriendo hablar, pero reteniéndose.
En la mesa del comedor los platos se llenaban de comida caliente, pero nadie hablaba mucho. Sofía preguntó una noche por qué ya no se hablaba de mamá. Ricardo intentó dar una respuesta seguida, pero se quedó en la mitad. Mariana cubrió el silencio. Podemos hablar cuando quieran.
