En voz alta, él escribió una carta para Sofía con palabras de padre y de pareja. Cuánto la aprecian. ¿Cuánto van a cuidarla? ¿Cuánto están dispuestos a luchar para quedarse como familia? Mariana lo ayudó a doblarla. La puso en un sobre, escribió, “Para mi valiente Sofi.” La guardaron en un cajón especial de la sala donde solo ellos saben que está.
Cuando Sofía y Emiliano encontraron el sobre por la mañana, los dos lo abrieron juntos. Leyeron con ojos brillosos. Al final, Sofía corrió a abrazar a Mariana y a Ricardo al mismo tiempo. Emiliano soltó una risa suave y dijo, “Estos sí saben hacerlo bonito.” Y esa tarde, mientras jugaban, Sofía colgó una pulsera en el espejo de Mariana con la palabra familia.
Mariana la tomó, la vio e inclinó la cabeza. Ricardo se le acercó y puso su mano encima. Los cuatro estaban juntos de nuevo con la promesa de que nadie más lo separaría. La carta de Mariana había hecho algo importante. Permitió que Sofía entendiera que a veces los adultos toman decisiones difíciles, pero que detrás de todo siempre hay una enorme cantidad de amor.
Y esa certeza, esa sonrisa clara y esa pulsera colgada al espejo cerraron uno de los capítulos más inciertos de sus vidas y abrieron otro lleno de esperanza. El día en que Mariana se fue, no le dijo nada a los niños, solo dejó la carta para Sofía y un abrazo pendiente en la cocina.
Salió sin hacer ruido, con su mochila en la espalda y los ojos llenos de lágrimas. No había pelea, no había escándalo, solo una decisión que tomó con el corazón apretado. Ricardo no se enteró hasta que bajó a desayunar y Chayo le dijo que Mariana no estaba. La buscó en la cocina. en el cuarto de servicio, en el jardín. Nada. Luego encontró su carta, no una para él, sino para los niños. En ese momento supo que no podía quedarse quieto.
¿A dónde fue?, le preguntó. A Chayo. No dijo, respondió ella encogiéndose de hombros. Solo me agradeció y me pidió que cuidara a los niños. Ricardo se quedó con la carta en la mano. Subió al cuarto de los niños. Emiliano estaba sentado en la cama abrazando su almohada. Sofía miraba por la ventana. Nadie lloraba, pero el silencio pesaba. Ricardo se acercó.
Vamos a buscarla. Emiliano alzó la cabeza. En serio. Sí, pero necesito su ayuda. Ricardo se fue al estudio, abrió la computadora, buscó en correos antiguos. Recordó algo que Mariana le había contado una vez, que trabajó en una cafetería antes de entrar a la casa, una que olía a pan recién hecho y ponían rancheras todo el día había dicho eso bastó. Llamó a cinco lugares. Nadie la conocía.
En el sexto intento, una voz dijo, “Sí, Mariana, volvió hace poco. Está en la barra. Le dices que la buscas.” Ricardo se quedó callado. Luego dijo, “No, solo dígale que alguien va para allá.” Se puso saco, tomó las llaves, bajó corriendo. Los niños lo esperaban ya con mochilas. No querían perderse momento. La cafetería estaba en un barrio sencillo.
Las mesas eran de madera, los manteles de cuadros. Mariana estaba sirviendo café cuando los vio entrar. Su corazón se detuvo, se quedó congelada con la jarra en la mano. Ricardo no dijo nada, caminó hasta ella. Los niños corrieron primero. Emiliano la abrazó por la cintura. Sofía lloró en su pecho. Mariana los envolvió a los dos.
No podía hablar, solo respiraba entrecortado. Ricardo se quedó parado, luego se acercó. Le tocó la mano. No debiste irte. Pensé que era lo correcto, respondió ella sin soltar a los niños. Pero no era lo que queríamos, ni ellos ni yo. Mariana soltó una carcajada mezclada con llanto, de esas que solo salen cuando todo se rompe y se arregla al mismo tiempo. Pensé que te costaría elegir. Ya no tengo dudas.
En la cafetería nadie interrumpía, nadie miraba feo. La dueña, una señora de delantal con manchas de harina, los observaba desde la cocina con una sonrisa. Ricardo sacó un papel del bolsillo. Era una copia del testamento. Había tachado algo con marcador rojo. Ya no importa lo que diga esto, prefiero perder todo a perderte a ti.
Mariana lo abrazó, cerró los ojos y por fin respiró en paz. Esa tarde regresaron los cuatro juntos. En el auto los niños hablaban sin parar. Mariana se reía. Ricardo los miraba por el retrovisor. Nadie mencionó el pasado, solo el regreso. Y aunque faltaba un capítulo más, en ese momento todos supieron que ya habían encontrado lo que más necesitaban, estar juntos.
Sin miedos, sin condiciones, sin esconderse. El sol entraba por las ventanas y los cuatro estaban sentados en la sala. No había prisa, no había nervios, había una espalda, una mano, una sonrisa. Ricardo tenía un ramo de flores amarillas, unas que a Sofía le encantan y un sobre grande.
Mariana lo miraba en silencio con el corazón parecido a un tambor. Los niños estaban a su lado, emocionados, curiosos. Ricardo respiró. Esto es para ti, amor. Le entregó el ramo. Mariana lo tomó, lo oliendo sin cubrirse la cara. Son para ti, le dijo él. Mariana sonrió con lágrimas en los ojos.
Mientras tanto, Sofía y Emiliano abrían el sobre, sacaban un anillo y lo miraban como si fuera un tesoro. Caramelo nuevo preguntó Emiliano con asombro. Ricardo se acercó a Mariana de nuevo. Se arrodilló sin dramatizar. Los niños empezaron a gritar. Papá, papá, papá. Él levantó la voz para que solo Mariana lo escuchara. Mariana, ¿quieres casarte conmigo? Mariana se quedó en silencio un segundo, pero los niños lo llenaron todo. Sofía soltó un grito.
Emiliano corrió a abrazarla. Mariana lo abrazó también, se giró y vio a Ricardo a un arrodillado sonriendo. Ya sabes que sí, respondió al fin. Se inclinó y lo abrazó. El anillo entró en su dedo. Los niños lo celebraron con saltos y gritos mientras ellos dos se quedaban abrazados. Parecía una fiesta improvisada en la sala de la mansión, pero con más ternura de la que nadie imaginaba posible.
Después de un rato, Ricardo se incorporó, tomó la mano de Mariana y dijo, “Con su permiso, miró a los niños, aprovechó que el momento tenía ojos grandes y quedó sellado. Sí, podemos formar una familia de verdad.” Sofía saltó. Emiliano gritó que sí. Los abrazaron a los tres y los besaron. Luego salieron al jardín, un lugar diferente donde habían hechos galletas, risas, abrazos y lágrimas. Ricardo echó el brazo sobre el hombro de Mariana.
Aquí es donde quiero empezar de nuevo”, dijo señalando el jardín y sonriendo. Los niños se soltaron a correr entre las flores mientras Mariana y Ricardo los miraban, agarrados de la mano con los anillos brillando al sol. No hicieron brindis ni discursos, solo se quedaron juntos con el viento moviendo las hojas.
Era un final, sí, pero también un principio. El principio de algo que sí se ordenaba con palabras simples, amor, confianza, familia. Y así, sin más, termina esta historia. No hay fuegos artificiales ni promesas grandiosas, solo un beso en la frente, el sonido lejano de los niños riendo y la certeza de que esto de verdad es un nuevo comienzo.
