Ella respiraba hondo tratando de no derrumbarse. Eso es mentira, dijo con firmeza. Yo jamás robé nada. Lo único que quise fue salvar a mi hijo. Darío se encogió de hombros. Los jueces no creen en lágrimas, querida, creen en papeles, y yo tengo todos los papeles que necesito.
En ese momento, Leo soltó la mano de Lucía y caminó con su andar inseguro, pero decidido hacia donde estaba Darío. El niño extendió su manita y tocó el sobre que él sostenía. Eso no es verdad”, dijo con voz firme. “Mamá Lucía nunca nos miente.” Bruno se unió a su hermano. “Tú sí mientes. Lo sabemos porque mamá Lucía siempre nos dice la verdad, aunque duela.
” El salón entero quedó en silencio. Ramiro observó a sus hijos con el corazón encogido. Había pasado meses, años tratando de protegerlos con dinero, con médicos, con muros de piedra. Y ahora eran ellos los que protegían a Lucía con algo mucho más fuerte, su fe inquebrantable. Ramiro respiró profundo, dio un paso adelante y se enfrentó a Darío. Se acabó.
Durante toda mi vida pensé que lo más importante era mantener intacto el apellido Valverde, que nada ni nadie lo manchara. Pero me equivoqué. Lo que importa no es el apellido ni la fortuna, lo que importa son mis hijos. Y ellos ya han decidido quién es su familia. se volvió hacia Lucía. Y yo también. Darío se rió incrédulo.
¿Estás dispuesto a hundir tu nombre por esta mujer? No, respondió Ramiro con una calma helada. Estoy dispuesto a hundirte a ti. Con un gesto llamó a la señora Gómez, que apareció con un maletín en las manos. Ramiro lo abrió y colocó sobre la mesa una serie de carpetas.
Estos son los contratos falsificados que tú mismo manipulaste para sacar dinero de las cuentas de la empresa hace años. Nunca los usé en tu contra porque pensé que todavía podías cambiar, pero ahora los ojos de Darío se abrieron como platos. ¿Qué? ¿Cómo? Creíste que eras el único con secretos, continuó Ramiro. Pero olvidaste algo. Siempre supe que un día me traicionarías. Y ese día llegó.
Los hombres trajeados que habían acompañado a Darío se apartaron lentamente, dándose cuenta de que ya no estaban del lado ganador. Darío, acorralado, intentó gritar, pero antes de que pudiera reaccionar, Ramiro levantó el teléfono. “Es hora”, dijo. Al instante, dos agentes de la policía ingresaron en el salón. Ramiro había hecho su jugada final.
No solo había recogido pruebas contra Darío, sino que había presentado una denuncia formal. El primo fue esposado frente a todos. Esto no queda así! Gritó Darío forcejeando. No sabes con quién te enfrentas. Ramiro lo miró sin pestañear. Sí sé. Me enfrento a un hombre vacío y los hombres vacíos siempre pierden.
Cuando la puerta se cerró tras la salida de Darío, la mansión quedó en silencio. Lucía, con lágrimas en los ojos, miró a Ramiro. ¿Por qué hiciste todo esto por mí? Él dio un paso hacia ella. No lo hice solo por ti, lo hice por mis hijos. Porque ellos no solo recuperaron la risa recuperaron la vida. Y yo también.
Los gemelos se abrazaron a ambos formando un círculo perfecto. ¿Ya no te vas a ir, mamá Lucía?, preguntó Bruno. Ella los besó en la frente con la voz temblorosa. Nunca. Esa tarde el sol iluminó los jardines de la mansión. Lucía llevó a los niños al césped y allí, guiándolos con paciencia, los ayudó a sentir el calor de la luz sobre su piel, el aroma de las flores, el canto de los pájaros.
Los gemelos extendieron los brazos y rieron. ¿De qué color es esto, mamá Lucía?, preguntó Leo tocando una rosa. Es rojo como el amor que siento por ustedes. Ramiro observaba desde la terraza. Su corazón, endurecido durante años se ablandaba con cada carcajada de sus hijos. Caminó hacia ellos, se inclinó junto a Lucía y por primera vez en mucho tiempo dejó que el silencio hablara por él. “Gracias”, susurró. Lucía lo miró y entendió que ya no eran dos mundos separados por la distancia social. Ahora eran un hogar imperfecto, pero verdadero.