Jeffrey murmuró algo sobre que yo era su madre, pero sin ninguna convicción real. Melanie respondió bruscamente. Preguntó cuánto dinero ya me habían sacado. Jeffrey respondió que eran alrededor de doscientos mil, tal vez un poco más, y Melanie dijo que aún podían conseguir otros cien, ciento cincuenta mil antes de que yo sospechara algo.
Después de eso, comenzó a hablar sobre el testamento, sobre obtener el control, sobre la posibilidad de hacerme firmar papeles que garantizaran su control sobre mis finanzas antes de que me volviera senil. Usó esa palabra, “senil”, como si fuera inevitable, como si fuera solo cuestión de tiempo.
Subí de regreso a mi habitación con las piernas temblorosas. Cerré la puerta con llave por primera vez desde que se habían mudado. Me senté en la cama que compartí con Richard durante tantos años y lloré en silencio. No lloré por dolor físico, sino por el dolor de darme cuenta de que mi único hijo me veía como un obstáculo financiero, que la mujer que eligió para casarse era aún peor, fría y calculadora hasta el punto de planear mi muerte con la naturalidad de alguien que planea unas vacaciones.
Ese domingo por la mañana fue el día en que murió Sophia Reynolds. La mujer ingenua que creía en la familia por encima de todo, que confiaba ciegamente en su hijo, que veía bondad donde solo había codicia, murió allí en esa cama vacía. Y en su lugar, nació otra Sophia. Una que sabía defenderse, una que no permitiría que nadie más la tratara como una idiota, y esa nueva Sophia estaba a punto de demostrarles a Jeffrey y Melanie que habían elegido a la víctima equivocada.
Pasé los días siguientes observando. No los confronté. No dejé ver que sabía nada. Seguí siendo la misma vieja Sophia frente a ellos, la madre amorosa, la suegra atenta, la viuda solitaria que dependía de la compañía de ambos. Pero por dentro estaba armando un rompecabezas.
Empecé a prestar atención a detalles que antes habían pasado desapercibidos. La forma en que Melanie siempre aparecía en la sala cuando el cartero traía correspondencia del banco. Cómo Jeffrey desviaba la mirada cuando mencionaba las panaderías. Los susurros que se detenían abruptamente cuando entraba en una habitación. Todo comenzó a tener sentido, un sentido siniestro y doloroso.