“Espera un momento”.
Su suegra, al notar su tono, pareció ligeramente avergonzada. Se acercó al abrigo, tocó con cuidado la tela, revisó el pecho y los hombros, y dijo en voz baja:
“Este abrigo debería ser de Lena”.
Las palabras eran sencillas, pero contenían todo el poder de la justicia paterna. Lena sintió que la tensión en su pecho se aliviaba poco a poco. Miró a su padre y comprendió que por fin alguien veía su verdad, respetaba sus límites y estaba dispuesto a proteger sus intereses.
Su suegra intentó objetar, pero su padre, sin levantar la voz, dijo con firmeza:
“Eso es todo”. Esta conversación ha terminado.
El silencio volvió a invadir la cocina. Lena se acercó al abrigo y se lo puso con cuidado. Le sentaba a la perfección sobre los hombros, envolviéndole suavemente el cuerpo. En ese momento, por primera vez en meses, se sintió segura y hermosa, como si el mundo volviera a ser suyo, al menos parcialmente.
Artem, de pie a un lado, observaba cómo se desarrollaba todo. Se dio cuenta de que había actuado mal, de que había permitido que las reglas de los demás se entrometieran en sus vidas. Asintió en silencio a Lena, como diciendo: «Perdóname». Entiendo.
Su suegra dudó, pero luego, al ver la determinación de su padre, asintió y se fue a su habitación, dándose cuenta de que hoy no era su victoria.
Lena miró el abrigo en el espejo. Se había convertido en un símbolo no solo del don, sino también de su fuerza, su confianza, sus límites infranqueables. Esa noche, comprendió que la verdadera lucha no era por las cosas, sino por el respeto y el espacio propio.