Los niños se quedaron paralizados. Luna ayudó a Tommy a bajar con cuidado, con los ojos abiertos por el miedo. “Lo siento, señor, solo… solo estábamos jugando.”
“¿Jugando?”, se burló Marcus. “Esta es mi casa, no un parque. Eres la hija de una criada, no perteneces aquí.”
La sonrisa de Tommy se desvaneció. “Pero, papá…”
“¡Silencio!”, interrumpió Marcus. “Nunca volverás a tocar a mi hijo.”
Pero lo que sucedió después lo cambió todo. Tommy, temblando, se incorporó, reclinándose en el sofá. Se puso de pie. Con los puños apretados, gritó: “¡Basta, papá! ¡Deja de ser malo con ella! ¡Es mi amiga!”
Por primera vez en mucho tiempo, Marcus vio un brillo en los ojos de su hijo.
¡Es la única que no me trata como si estuviera roto! —gritó Tommy, con la voz quebrada por la emoción. Su pequeño cuerpo temblaba, no de miedo, sino de ira y verdad.
Marcus sintió una opresión en el pecho. ¿Roto? ¿Así se veía su hijo? Antes de que pudiera pensar en una respuesta, Luna dio un paso al frente, temblorosa pero valiente.
—Por favor, no le grites —dijo en voz baja—. Fue idea mía. Solo quería verlo sonreír de nuevo. »
—¿Crees saber qué es lo mejor para mi hijo? —respondió Marcus con frialdad—. Solo eres la hija de una sirvienta. No tienes por qué meterte en…
—¡No lo entiendes, papá! —interrumpió Tommy, con lágrimas en los ojos—. Estoy harto de que me traten como a un cristal. Estoy harto de que médicos, profesores, todos me digan que nunca seré normal. Con Luna, lo olvido todo. Con ella, vuelvo a ser yo mismo.
Marcus se tambaleó, aturdido. Este no era el niño frágil al que creía proteger. Era un niño que exigía el derecho a existir plenamente.
En ese momento, María, la madre de Luna, entró corriendo, con el delantal cubierto de harina. Al ver la escena, palideció.
“Señor, perdónela”, suplicó. “No volverá a molestar al joven amo Tommy”.
“¡No!”, gritó Tommy con la voz quebrada. “¡Si Luna se va, yo también me voy! No me importa esta casa ni tu dinero. ¡Solo quiero un amigo!”
Las palabras cayeron como un mazazo. Marcus sintió que sus certezas se resquebrajaban. Su hijo preferiría dejarlo todo antes que perder esta amistad.
“Señor Blackwood”, dijo Luna llorando, “su hijo no está roto. Solo necesita que alguien crea en él”. Sí, quiero.
El silencio llenó la habitación. Marcus sintió que su orgullo luchaba, pero en el fondo, otra voz susurró. Pensó en Sarah, su difunta esposa, quien siempre supo cómo alegrar a su hijo. Y ahora este niño le devolvía la risa que él mismo había tenido.
 
					