Los chicos intercambiaron miradas, algo recelosos. El mayor respondió primero:
—Soy Leo. Y él es Eli.
Los nombres chocaron. Eran desconocidos, pero sus rostros… sus rostros le resultaban dolorosamente familiares.
Marina, despacio, casi tímidamente, alzó la mano, como temerosa de asustar a la aparición, y su mirada se posó en una pequeña marca blanquecina sobre la frente del menor: un fino arco, como una luna creciente derretida. Recordó aquel rasguño. Recordó la caída, las lágrimas, el beso con el que lo había consolado.
Y en ese instante, el suelo bajo sus pies desapareció.
Eran sus hijos.
No podía ser de otra manera.
2. Susurros del Pasado
Las palabras que pronunció a continuación no surgieron tanto de su mente como de esa parte de su alma que había permanecido viva todos esos años por una sola cosa: por un posible milagro.
«Chicos… ¿cómo se sentirían si… si alguien… los estuviera buscando? ¿Durante mucho tiempo… y con mucha intensidad?»
Esperó un tembloroso destello de esperanza. El más mínimo atisbo de reconocimiento. Algún movimiento del alma. Pero, en lugar de eso, el menor —Eli— palideció. Tanto es así que Marina sintió que la sangre se le helaba en las venas.