En los días que siguieron, Emily se convirtió en otra. No gritó, no imploró, no lloró. Pasaba las mañanas llevando a Lily a la escuela, las tardes en el estudio de arte donde trabajaba medio tiempo. Por la noche, fingía dormir mientras Martin llegaba tarde, oliendo a excusas.
Pero por dentro, ella planeaba. No un escándalo. No una venganza. Planeaba la liberación.
Cierta tarde, fue a la oficina de Martin. La recepcionista la reconoció, sorprendida. —¡Sra. Harper! El señor Martin no la está esperando… —Lo sé —respondió ella, con una sonrisa tranquila—. Pero Jessica sí está, ¿verdad? La mujer tragó saliva.
Emily caminó hasta el piso superior, donde los cristales espejados reflejaban su imagen: una mujer que ya no se avergonzaba. Abrió la puerta de la sala de reuniones. Allí estaban ellos —Martin y Jessica—, sentados uno al lado del otro, analizando informes.
—Espero no estar interrumpiendo a las mariposas —dijo ella, apoyando las manos sobre la mesa. El silencio fue absoluto. Jessica palideció, Martin se levantó de un salto. —Emily, ¿qué estás haciendo aquí? —Terminar una historia mal contada.
Sacó del abrigo un sobre y lo colocó sobre la mesa. Dentro, copias de correos electrónicos, mensajes, reservas de hotel, todo lo que ella había encontrado en las últimas semanas. —Siempre fuiste un hombre organizado —dijo ella—. Facilitaste mi trabajo. Martin se pasó la mano por el cabello, la desesperación comenzando a tomar forma. —Emily, escucha… —No —interrumpió—. Ahora eres tú quien va a escuchar. Porque me cansé de ser la mujer que se traga promesas rotas. Se volvió hacia Jessica. —Y tú… espero que sepas lo que destruiste. No un matrimonio. Sino la infancia de una niña que creía que su padre era un héroe.
Jessica intentó responder, pero ninguna palabra salió. Emily salió de allí sin mirar atrás. El sonido de sus tacones en el suelo de mármol resonaba como el cierre de una puerta que jamás se abriría nuevamente.
Esa noche, Martin volvió a casa y encontró la mitad de los cajones vacíos. Una carta sobre la mesa decía solo: «Puedes quedarte con las mariposas. Yo me quedo con las alas».
Las semanas siguientes fueron una mezcla de dolor y reconstrucción. Emily y Lily se mudaron a un pequeño apartamento cerca del lago. Las mañanas ahora tenían olor a panqueques y libertad. A veces, Lily preguntaba: —¿A papá todavía le gustan las mariposas? Y Emily respondía con una sonrisa triste: —Tal vez. Pero ahora tenemos nuestro propio jardín. Lily reía, y el mundo se volvía un poco más ligero.
 
					