Cada mañana Aleida abría las ventanas de su casa y dejaba entrar la luz. A veces hablaba sola, como si conversara con los fantasmas del pasado. En esos monólogos íntimos se dirigía tanto a Ernesto como a Fidel, no con reproches, sino con preguntas que el tiempo nunca respondió. ¿Lo hicieron bien? ¿Valió la pena todo lo que perdimos? Cuando llegaba la noche, Aleida solía sentarse frente a un pequeño altar donde guardaba las pocas cosas que aún conservaba de Ernesto.
Una foto, una carta y un reloj detenido a la hora exacta en que supo que ya no volvería. Lo observaba en silencio, sin lágrimas, como quien contempla una herida que aprendió a aceptar. A veces los recuerdos regresaban con fuerza, las risas de los primeros años, las largas conversaciones entre Fidel y Ernesto sobre el futuro, aquella sensación de estar viviendo algo más grande que ellos mismos. Pero luego llegaba el silencio, el eco de las decisiones que separan caminos y cambian destinos.
En una carta que escribió al cumplir 87 años, Aleida dejó una reflexión que resume toda su vida. No hay héroes puros ni villanos absolutos. Hay seres humanos enfrentados a circunstancias que los superan. Esa carta se convirtió en parte de su legado. Muchos la citan como una de las frases más humanas pronunciadas por alguien tan cercana al poder. Sigue recibiendo visitas, respondiendo preguntas, compartiendo su historia con la calma de quien ya no necesita demostrar nada. Mientras tenga voz suele decir, “Seguiré contando lo que vi.
No para juzgar, sino para entender. El día que dio su última entrevista, pidió que no hubiera luces fuertes ni maquillaje. No quiero parecer otra persona, dijo. Quiero que la gente vea a una mujer que vivió con la historia en las manos y aún tiene algo que decir. La grabación duró 3 horas. Aleida habló de todo, de su amor por Ernesto, de su respeto por Fidel y de los años en que eligió el silencio. Al final, el entrevistador le hizo una pregunta que pareció detener el tiempo.
¿A quién le fue mejor? ¿A Fidel o al Che? Aleida cerró los ojos por un momento, respiró hondo y respondió con voz serena. Depende de cómo definas vivir. Fidel tuvo tiempo, Ernesto tuvo coherencia, uno sobrevivió, el otro se mantuvo fiel. Tal vez los dos perdieron o tal vez los dos ganaron. Esa fue su última respuesta grabada. Después de la entrevista, Aleida se quedó unos minutos sola en el estudio, miró la cámara apagada y murmuró, “La historia no me pertenece, pero al menos ya la conté.
Los meses siguientes transcurrieron en calma. Aleida pasa sus días leyendo en su balcón, observando el ir y venir de la gente por las calles empedradas de la Habana. Cada atardecer, cuando el sol se tiñe de rojo sobre los tejados, suele decir, “Ese es el color de los comienzos.” Sus hijos y nietos la visitan con frecuencia. A veces la encuentran revisando viejos papeles, otras mirando con ternura una fotografía del Che que guarda en un marco de madera desgastado.
Así quiero recordarlo. Dice, “No como el símbolo, sino como el hombre. A esta altura de su R vida, Aleida habla con libertad. Lo ha dicho todo, sin dramatismos. Ha convertido el silencio en memoria y la memoria en enseñanza. sabe que su testimonio no cambiará la historia oficial, pero sí la manera en que el mundo la comprende. En sus conversaciones más íntimas repite una frase que se ha vuelto su filosofía. Nadie pertenece por completo a la historia, pero todos dejamos algo en ella.