Ella no sabía que el hombre con quien la obligaron a casarse había sido alguna vez el legítimo heredero de la empresa que ahora controlaba su madrastra. Pensaba que no era más que un pobre portero, otro castigo por no ser la hija favorita. Pero detrás de aquellos ojos silenciosos había un hombre que alguna vez lo tuvo todo y que ahora llevaba en silencio la misión de recuperarlo.
Este emotivo relato africano está lleno de traición, redención y una poderosa lección sobre el orgullo, el poder y el destino. Empecemos.
La residencia se había vuelto más silenciosa con los años. Desde la muerte del Jefe Bright, aquella casa ya no representaba el símbolo de orgullo que fue. Dentro, el aire siempre era tenso, especialmente alrededor de Amarachi.
Ella estaba en la cocina pelando ñames para el desayuno cuando escuchó sonar el timbre. La voz de Madame Stella resonó de inmediato: “Amarachi, alguien está en la puerta. Ve a ver.” Amarachi se secó las manos y caminó hacia la entrada.
El hombre que estaba allí no era un extraño. Había pasado tiempo, pero reconoció el rostro. Kelvin Okunquo. Era el hijo del socio más cercano de su difunto padre. Todos habían sido amigos. Sus padres habían fundado juntos la empresa.
Cuando eran niños, Kelvin solía visitarla con su padre. Era alto, pulcro y confiado. Pero ahora, estaba frente a ella con una vieja mochila y polvo en los zapatos. Su aspecto reflejaba cansancio.
Amarachi abrió la puerta y lo saludó en voz baja. “Buenos días.” Kelvin esbozó una leve sonrisa. “Buenos días. ¿Está Madame Stella?” Ella asintió y lo dejó entrar.
Dentro, Madame Stella estaba sentada en un sillón de cuero marrón, con las piernas cruzadas y una taza de té caliente a su lado. Levantó las cejas sorprendida al verlo. “Ah. Kelvin.” Él se inclinó ligeramente. “Buenos días, señora.”
“¿Qué te trae aquí después de tantos años?” Kelvin respiró hondo. “He venido a verla. Acabo de regresar. Desde que murió mi padre, la vida se ha vuelto muy dura. Lo perdimos todo. Estoy intentando recomponerme.”
Stella no dijo nada enseguida. Lo observó, bebiendo su té, y luego preguntó: “¿Y qué quieres de mí?”