La noche de bodas, mi esposa se negaba una y otra vez a consumar el matrimonio. Yo, lleno de sospechas, levanté la manta… y lo que descubrí me hizo arrodillarme, suplicando perdón.

Al escucharla, la abracé con todas mis fuerzas. Mis lágrimas cayeron sobre su hombro. Le susurré al oído:
— Ese pasado no define quién eres hoy. Para mí, eres la mujer más valiosa del mundo. Tus cicatrices no te quitan belleza; al contrario, hacen que te ame y te respete aún más.

Marisol rompió en llanto en mis brazos, aferrándose a mi camisa como si por fin pudiera soltar el peso que había cargado tanto tiempo. Aquella noche de bodas, en lugar de ser de placer como en otros matrimonios, se convirtió en una noche de comprensión y de profunda unión.

Desde entonces, aprendí a valorar aún más a Marisol. Comprendí que el amor verdadero no significa perfección, sino aceptar y proteger también las heridas del otro. No me importaba su pasado; lo único que deseaba era construir con ella un futuro en el que aquellas cicatrices se volvieran apenas un recuerdo lejano.

Años después, al recordar aquella noche, Marisol aún se ruborizaba. Yo solo sonreía, porque entendí que el instante en que levanté la manta no solo me reveló una verdad oculta, sino que también me enseñó lo que significa el verdadero amor.

La noche de bodas —el inicio de una vida juntos— no estuvo marcada por flores o vino, sino por lágrimas compartidas y una promesa eterna: sin importar lo doloroso del pasado, el futuro siempre nos encontraría tomados de la mano hasta el final de nuestros días.

Leave a Comment