Beatriz, la mayor, soltó una carcajada amarga:
—Ese muchacho solo quiere tu dinero.
Isabel sonrió tristemente.
—Tal vez. Pero si me hace sonreír un día más, habrá valido la pena.
Nada ni nadie logró disuadirla.
El matrimonio se celebró discretamente en la capilla de Nuestra Señora de la Paz, un domingo nublado. Ninguno de sus hijos asistió. Solo un par de viejas amigas y algunos curiosos se asomaron desde la plaza.
Dicen que Isabel lucía radiante, con un vestido color crema y una mirada que mezclaba desafío y esperanza.
Tomás, alto, de piel morena y ojos brillantes, la tomó del brazo con respeto.
“Mientras el amor sea sincero —susurró el padre Román—, que hable el cielo y no el pueblo.”
Tras la boda, Isabel se mudó con Tomás a una pequeña casa en las afueras del pueblo, rodeada de viñedos.
Durante meses, nadie los vio.
Los hijos dejaron de visitarla. Para ellos, su madre había perdido la razón.
Solo de vez en cuando, algún campesino decía haberlos visto paseando juntos por el mercado o tomando café en la plaza.
“Parecen felices”, murmuraban unos.
“Parece una abuela con su nieto”, respondían otros.