Las lágrimas punzaron los ojos de Emily.
—Pensé que no tenías dinero. Pensé que yo cargaba con todo el peso, y yo…
—Pensaste que era una carga —interrumpió Margaret suavemente—. Me juzgaste por lo que veías, no por lo que sacrifiqué por ti. Nunca quise alardear de mis ahorros porque quería que aprendieras independencia. En cambio, me echaste de mi propia casa.
Emily se dejó caer en la silla frente a ella, con la voz temblorosa.
—Me arrepiento cada día. Fui egoísta, estaba estresada y enojada. No quise hacerte daño.
Los ojos de Margaret se humedecieron, pero su voz se mantuvo firme.
—El arrepentimiento no borra lo ocurrido. Me enseñaste lo poco que significaba para ti cuando la conveniencia importó más. Esa herida no sana fácilmente.
Por primera vez, Emily comprendió la magnitud de su error. La mujer a la que había desestimado como débil y dependiente era, en realidad, resiliente y autosuficiente. La vergüenza la consumió.
—Por favor —susurró Emily—, dame una oportunidad para enmendarlo.
Margaret apartó la mirada, observando por la ventana las luces de la ciudad.
—No sé si puedo —admitió—. Pero de algo sí estoy segura: nunca más rogaré por el amor de mi propia hija.
El silencio entre ellas era pesado, cargado de años de dolor no expresado. Emily comprendió que, aunque el dinero podía cambiar las circunstancias, no podía deshacer la traición.
Margaret se levantó, con la dignidad intacta.
—Te veré cuando esté lista —dijo, alejándose.
Emily quedó sola, con las lágrimas resbalando por sus mejillas. Por primera vez en su vida, comprendió el verdadero costo de sus decisiones.
Y Margaret, aunque su corazón dolía, finalmente se sintió libre.