Margaret Turner había vivido en la misma pequeña casa en Dayton, Ohio, durante más de cuarenta años. Las paredes guardaban las risas de su difunto esposo, las diminutas marcas de lápiz donde había medido la altura de su hija, y el tenue aroma a lavanda del jardín que cuidaba cada primavera. Pero a los setenta y dos años, Margaret ya no era tan fuerte como antes. La artritis le entumecía las manos, su vista se debilitaba, y a menudo olvidaba apagar la estufa.
Su hija, Emily Turner, de treinta y ocho años, era gerente de marketing en una empresa tecnológica en crecimiento. La vida de Emily giraba en torno a plazos, ascensos y compromisos sociales. Vivía en la misma casa con su madre, pero cada vez veía a Margaret menos como familia y más como una carga. Las discusiones habían aumentado con los años. Emily se quejaba de las facturas médicas, de los olvidos de Margaret y de la incomodidad de tener que cuidar a una madre anciana.
Una tarde de viernes, tras una discusión particularmente tensa por unas facturas extraviadas, Emily explotó.
—Mamá, no puedo más —gritó, su voz resonando en la pequeña sala de estar—. ¡Estás arruinando mi vida! Eres descuidada, cuestas demasiado, y no puedo seguir siendo responsable de ti. Tienes que irte.
Margaret se quedó inmóvil. Sus manos arrugadas temblaban mientras se aferraba al respaldo del sofá para mantener el equilibrio.
—Emily, ¿a dónde iría? Esta es mi casa. Aquí te crié.
Pero los ojos de Emily estaban fríos, su rostro endurecido por la frustración.
—Ya lo resolverás. Ya no eres mi responsabilidad.