Le puse la mano suavemente sobre la suya.
—“No te preocupes, cariño. Nada de esto es tu culpa.”
La verdad era que mi conflicto nunca había sido con Anna. Ella siempre me había tratado con cariño, enviándome tarjetas escritas a mano cada Navidad, llamándome solo para saber cómo estaba. Pero su madre había cruzado la línea demasiadas veces. El insulto de esa noche había sido la gota que colmó el vaso.
Margaret se precipitó hacia mí, el rostro enrojecido.
—“¿Fuiste tú quien hizo esto?” —escupió, con la voz temblorosa.
La miré con calma.
—“Tú agradeciste a mi empresa, Margaret. Y mi empresa sigue mis órdenes.”
Por un instante, pareció que iba a desmayarse. Sus labios pintados se abrieron, pero no salió ninguna palabra. La realización la golpeó como una ola: la “tía pobre” a la que había despreciado era en realidad la persona que controlaba los hilos de su precioso evento.
Los invitados comenzaron a recoger sus pertenencias, inseguros de si quedarse o irse. Algunos reían nerviosos; otros sacudían la cabeza incrédulos. La grandeza de la noche se disolvía en caos, y el salón, antes impecable, parecía la escena de una evacuación apresurada.
Anna se aferró a mi brazo.
—“Por favor… ¿podemos arreglar esto?” —susurró.
Su súplica me dolió más que el insulto de Margaret. Porque en ese instante, no vi solo a una novia, sino a una joven desesperada por salvar su boda. Mi ira hacia su madre chocaba con mi amor por ella. Y fue entonces cuando entendí que tenía una elección: arruinar a Margaret o salvar a Anna.
La sala esperaba, todas las miradas sobre mí, aunque la mayoría ni siquiera entendía por qué. Mi equipo, leal y eficiente, aguardaba junto a las puertas con sus carritos. Una sola palabra mía, y la noche terminaría en humillación.
Respiré hondo y miré alrededor. Las lámparas de araña reflejaban confusión, miedo y un toque de chisme que ya empezaba a germinar entre los invitados. Yo había planeado una salida silenciosa, una lección para Margaret, pero los ojos húmedos y suplicantes de Anna me anclaban. ¿Merecía ella recordar su boda como la noche en que la arrogancia de su madre lo arruinó todo?
—“Deténganse” —dije por fin, con voz baja pero firme.
Mi personal, entrenado para seguir hasta la más mínima señal, se congeló al instante. Tenedores y servilletas a medio recoger, bandejas levantadas a medias: todos me miraban en busca de confirmación. Asentí, y ellos devolvieron todo a su lugar con precisión, como si el tiempo mismo hubiera retrocedido.
Margaret me observaba, horrorizada.
—“Tú no puedes… simplemente…” —balbuceaba, pero ya nadie la escuchaba. La atención de la sala se había desplazado. Ahora me miraban a mí.