El silencio fue absoluto. Ni el sonido de los teclados, ni un carraspeo; solo la respiración entrecortada de quienes sabían que habían fallado.
Michael volvió su mirada a Emily. Sus ojos eran ahora un océano impenetrable, pero ella vio en ellos algo más: respeto.
—Señorita Carter, acompáñenos.
Subieron juntos en el ascensor privado, un espacio donde Emily sentía que el aire era más denso, cargado de la tensión de estar junto a un hombre que parecía controlar el mundo. El anciano le sonrió de nuevo.
—¿Cómo te llamas, hija?
—Emily. Emily Carter.
—Emily… —repitió suavemente, como probando el nombre—. Lo recordaré.
Michael observaba en silencio, con los brazos cruzados. Finalmente habló:
—No sé si viniste por una entrevista, pero la has superado antes de entrar a la sala.
Emily se sonrojó.
—Yo solo… hice lo que cualquiera haría.
—No —respondió el anciano con firmeza—. Ellos no lo hicieron. Solo tú.
La puerta del ascensor se abrió al último piso, donde el aire olía a cuero y a poder. La oficina de Michael parecía un imperio de cristal con vista a todo Chicago. Allí, la historia de Emily cambió definitivamente.
El anciano, cuyo nombre era Richard Thompson, insistió en hablar con ella en privado. Michael aceptó, aunque con evidente incomodidad.
—Emily, —dijo Richard mientras se acomodaba en un sillón— yo fundé esta compañía hace cuarenta años. La construí desde cero, con sudor y noches sin dormir. Pero en los últimos años… me he sentido invisible, incluso en mis propios pasillos. Hoy me caí, y nadie me vio. Nadie, excepto tú.
Emily no sabía qué responder. Sentía que había caído en el centro de un drama familiar sin proponérselo.
—No busqué reconocimiento —balbuceó—. Solo… no podía dejarlo en el suelo.
Richard sonrió con ternura.