Su marido, Igor, estaba en la puerta. Parecía haber envejecido de la noche a la mañana; su rostro era severo, con una gruesa carpeta azul apretada contra el pecho. La sostenía con ambas manos, casi con cuidado, como si contuviera algo precioso.
—Te lo dio mamá —dijo, entregándoselo.
Sonaba tan simple y natural que Lida se quedó atónita. Tomó la carpeta despacio, como si temiera que algo explotara dentro, y la abrió. Y entonces… se quedó paralizada.
Dentro había tablas impresas con pulcritud. Desayuno. Almuerzo. Cena. Calorías. Proporciones. Horarios de servicio precisos. Lista de la compra. Recomendaciones especiales.
Como si no fuera su esposa, sino un robot de cocina, funcionando con un programa.
—¿Esto… qué? —susurró.
Igor se encogió de hombros.
—Mamá hizo un menú. Ahora cocinarás según él. Todo está escrito, solo tienes que seguir las instrucciones.
Hablaba con tanta calma, como si estuviera hablando de bombillas para el pasillo.
—¿Hablas en serio? —La voz de Lida tembló—. Los dos trabajamos. No tenemos empleada doméstica. Y… ¡esto es completamente anormal!
—Mamá solo se preocupa por mi salud —la interrumpió—. Ya sabes que tengo gastritis.
Por primera vez en mucho tiempo, Lida sintió un escalofrío, no resentimiento, sino un resfriado. De esos que te entumecen los dedos.
—Tienes gastritis —dijo en voz baja— porque comes comida rápida en la oficina, no porque yo te dé de comer mal.
Igor hizo una mueca, como si sus palabras fueran un ruido irritante.