La esposa, a quien le quedaba muy poco tiempo de vida, recibió la visita en su habitación del hospital de una niña que le pidió que fuera su mamá.

Alla sonríe con una sonrisa que había olvidado hace mucho, incluso en su juventud. Algo cálido y vivo despierta en su interior, como si su corazón volviera a latir con fuerza.

Yuri Anatolyevich también empieza a aparecer con más frecuencia, pero ya no solo como médico, sino como una persona cercana. A veces se deja caer por la noche, cuando la sala se vuelve especialmente tranquila. Las conversaciones fluyen con naturalidad, sin formalidades: sobre el tiempo, libros, chismes. A veces trae galletas caseras, comparte anécdotas de su vida; todo sencillo, pero genuinamente cálido.

Poco a poco, los recuerdos regresan a Alla; no de su marido, no, sino de su padre. Inteligente, confiable, aquel en quien confió toda su infancia. Ya no está, pero estas imágenes le recuerdan lo importante que es disfrutar de las pequeñas cosas, percibir el cariño y sentirse parte del mundo.

A veces la tristeza y el miedo invaden la mente: que todo lo bueno desaparezca. Pero entonces aparece Katya. Le toma la mano y le susurra:

— ¡Seguro que lo lograrás! — destruye todas las dudas.

Cada día, Alla siente cómo algo importante regresa a su interior: la conexión con la vida y consigo misma.

Por las noches, cuando las ventanas se oscurecen y la sala se llena de la pesadumbre de la soledad, el pasado regresa repentina y vívidamente. Recuerda el día en que Kolya llegó a casa extraño: una mirada confusa, perfume extranjero en la ropa, una voz insegura. Luego, una breve discusión, sus escasas excusas, un gesto con la mano, como si todo lo ocurrido no importara.

—Lo sabías, ¿verdad? Soy mayor de edad. ¡Y además, te apoyo económicamente! —dijo, como acusándola de un pecado invisible—. ¡Sería más fácil sin ti!

Fragmentos de voces, risas en la cocina, la silueta de otra mujer… Y entonces, frialdad en su pecho e indiferencia en sus ojos. Alla no lloró; no se permitió llorar ni enfadarse. Simplemente se quitó el anillo, empacó sus cosas y fue a la dacha a decir: «Ya no estoy aquí».

Fue allí donde ocurrió el accidente. Bosque al anochecer, fatiga, movimiento repentino en la carretera: una liebre o un zorro. Una curva cerrada, un toque de pedal de freno… y… un golpe de deslizamiento, ingravidez, luego oscuridad.

Cuánto duró ese minuto, Alla no lo recordaba. Pero en ese instante su vida se hizo añicos. Traición, dolor y miedo se entrelazaron en un solo nudo. Pero hubo un momento en que comprendió: si quiere sobrevivir, debe luchar contra sí misma. Solo para escapar.

La rehabilitación fue extraña, larga y rápida a la vez. Día tras día: ejercicios, inyecciones, masajes, fisioterapia. Pero el apoyo de Katya le dio una fuerza increíble: la niña le traía dibujos, secretos, noticias de su abuela. A veces Alla lloraba delante de ella, y no sentía vergüenza. Para Katya, las lágrimas no eran debilidad, sino parte de la vida.

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