La despidió por salvar a su hija, pero la empleada escondía una promesa que cambiaría sus vidas para siempre.

Aquella noche, Alejandro regresó a su mansión vacío con la copa de whisky intacta en el escritorio. Por primera vez en años sentía que no sabía qué hacer. Su hija se le escapaba de las manos y la única que podía alcanzarla era la mujer que el más quería expulsar. Clara, en cambio, velaba el sueño de la niña, convencida de que el precio de cumplir su promesa sería enfrentarse una y otra vez al hombre más poderoso y más herido que había conocido. Alejandro no había dormido.

Caminaba de un lado a otro en su despacho de la mansión con las cortinas cerradas y la copa de whisky intacta sobre la mesa. Su mente ardía de rabia y confusión. Cada vez que cerraba los ojos veía la misma escena. Su hija abrazada a esa mujer como si fuera su madre. Golpeó el escritorio con el puño. Basta, rugió.

Esta mujer no volverá a manipular mi casa ni a mi hija. Tomó el teléfono y llamó a su jefe de seguridad. Quiero que mañana mismo saques a Clara Ramírez del hospital. No me importa cómo lo hagas. Solo asegúrate de que no vuelva a ver a mi hija. El hombre dudó un instante. Señor, la niña está muy encariñada con ella. Podría ser un problema.

Haz lo que te digo gritó Alejandro y colgó de golpe. Mientras tanto, en el hospital Clara seguía al lado de Camila. La niña había mejorado, pero aún estaba frágil. Esa noche, mientras le acariciaba el cabello, susurró con un hilo de voz. Clara, prométeme que no me vas a dejar. Clara contuvo las lágrimas. No pienso dejarte, pequeña.

Pase lo que pase, estaré contigo. Camila sonrió débilmente y cerró los ojos, aferrada a la mano de Clara, como si fuera un salvavidas. Al día siguiente, muy temprano, dos guardias de la seguridad de Alejandro entraron en la habitación. Señora Ramírez, dijo uno con tono incómodo. Tiene que acompañarnos.

Clara se levantó despacio de la silla sabiendo lo que ocurría. ¿Por qué? Son órdenes del señor Vega. Camila despertó al escuchar aquellas palabras, abrió los ojos y al ver a los hombres junto a Clara, empezó a gritar. “¡No! ¡No se la lleven! Clara, no te vayas.” El monitor cardíaco empezó a marcar picos por la agitación.

“¡Fuera de aquí!”, gritó la enfermera que entró corriendo al escuchar el alboroto. “Van a matarla del susto.” Los guardias retrocedieron intimidados. Clara corrió de inmediato al lado de la cama, tomó la mano de Camila y le habló suavemente. “Tranquila, pequeña, tranquila. No me voy a ir. Respira conmigo. La niña llorando, repitió como un eco. No me dejes, no me dejes. El corazón de Clara se rompía con cada palabra.

Minutos después, Alejandro llegó furioso al hospital. Entró a la habitación como un vendaval dispuesto a imponerse, pero lo que encontró lo dejó sin aliento. Su hija llorando, abrazada a Clara, mientras los médicos pedían calma. “Papá!”, gritó Camila con todas sus fuerzas. Si la echas, yo me voy con ella. La habitación quedó en silencio.

Alejandro se quedó paralizado, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. ¿Qué dijiste?, preguntó con la voz temblorosa. Camila lo miró con lágrimas en los ojos, pero con una determinación feroz. que si Clara se va, yo también me voy. Alejandro dio un paso hacia la cama tratando de recuperar el control.

Hija, no entiendes lo que dices. Esa mujer no es de fiar. Camila lo interrumpió con una fuerza inesperada. Esa mujer me salvó la vida. Esa mujer estuvo aquí cuando tú no estabas. Cada palabra era un golpe en el pecho de Alejandro. Su hija lo miraba con rabia, algo que nunca había visto en ella.

Yo soy tu padre”, replicó él con la voz rota. “Solo quiero protegerte.” Entonces, escúchame, dijo Camila sollozando. Porque si no la dejas quedarse, nunca más volveré a confiar en ti. Clara, con el corazón desgarrado, intentó intervenir. “No digas eso, pequeña. Tu padre te ama.” Pero la niña se aferró más fuerte a su mano. Si me ama, que lo demuestre dejándote conmigo. Alejandro retrocedió como si le hubieran disparado.

Sentía que el aire le faltaba. Nunca en su vida había perdido una batalla y ahora la perdía frente a su propia hija. Esa noche, en la mansión, Alejandro se encerró en su despacho. Caminaba de un lado a otro recordando las palabras de la niña. Si Clara se va, yo también me voy. Miró el retrato de su difunta esposa, Elena. Me estás castigando desde donde estés, ¿verdad?, susurró con lágrimas contenidas. Mandaste a esta mujer para arrebatarme el control.

Golpeó el escritorio con rabia, pero su voz se quebró. ¿Qué quieres que haga, Elena? Dime, ¿qué quieres que haga? El retrato permaneció en silencio, pero en su interior Alejandro sabía la respuesta. Escuchar lo que nunca había querido escuchar. En el hospital, Clara seguía junto a Camila. La niña, medio dormida, murmuraba. Él no entiende, Clara. Pero lo hará algún día.

Clara le besó la frente. Sí, pequeña, algún día lo hará. Lo que ninguna de las dos sabía era que ese algún día estaba cada vez más cerca y que cuando llegara cambiaría para siempre la vida de todos. El hospital estaba en calma aquella tarde, pero en el corazón de Alejandro Vega la tormenta no se detenía.

Había pasado horas en los pasillos observando como las enfermeras saludaban a Clara con una mezcla de respeto y compasión. Cada gesto, cada murmullo era un recordatorio de que esa mujer que él intentaba echar escondía una historia más grande que él mismo. Camila estaba más estable, pero seguía débil.

Cada vez que Alejandro entraba en la habitación, su hija lo recibía con frialdad mientras se aferraba con fuerza a la mano de Clara. Para Alejandro, aquello era una derrota insoportable. Esa noche, cuando las luces del hospital se atenuaron y el silencio envolvió los pasillos, Alejandro tomó una decisión, empujó la puerta de la habitación y cerró con llave detrás de él.

Clara, que velaba el sueño de la niña, lo miró con sorpresa y tensión. ¿Qué está haciendo?, preguntó levantándose lentamente de la silla. Alejandro dio unos pasos hacia ella, los ojos inyectados de desvelo y orgullo herido. No saldrás de aquí hasta que me digas la verdad. Toda. Clara se quedó inmóvil. Su respiración se aceleró, pero mantuvo la calma en su voz.

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