Una injusticia que esta vez se sintió más cruel, más violenta, más impune.
Una mujer desde el fondo intentó intervenir.
“Ella solo hizo lo correcto”, dijo.
Pero Richard la calló con una mirada llena de desprecio.
“¿Quieres irte tú también?” soltó.
El miedo se apoderó del ambiente.
Rosa, con los ojos llenos de lágrimas, caminó hacia la puerta sin mirar atrás.
El veterano intentó levantarse para seguirla, pero sus piernas no respondieron.
Se quedó sentado, mudo, frente a un plato que ahora ya no tenía sentido.
El café entero la vio irse y nadie supo qué decir.
El reloj marcaba las 11:52 cuando la puerta se cerró detrás de ella.
Afuera, el frío cortaba como navaja.
Rosa se quedó parada unos segundos bajo la llovizna, como esperando que alguien la siguiera, que alguien gritara su nombre, que alguien dijera “Esto está mal”.
Pero no ocurrió.
Nadie salió, nadie levantó la voz, porque en ese mundo, a veces, la gente buena cae sin hacer ruido.
Y duele, duele porque se siente real, porque lo hemos visto antes, porque hemos sido testigos y tal vez cómplices de silencios similares.
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Rosa caminó sin rumbo, con el delantal apretado entre los dedos.
Había trabajado 18 años en ese café.
Había visto crecer a los hijos de los clientes, había servido café a tres generaciones, había escuchado las penas de los solitarios.
Y todo eso se había ido en segundos.
¿Por qué?
¿Por dar un plato de comida a quien lo necesitaba?
Las lágrimas caían sin permiso, pero no de tristeza.
De impotencia, de rabia, de ese dolor que nace cuando te quitan tu dignidad y ni siquiera se molestan en mirarte a los ojos al hacerlo.
Richard se sentó en la mesa del veterano.
“Termina de comer y vete, no vuelvas más”, le dijo.
El viejo no respondió, solo bajó la mirada y recogió su gorra, la misma gorra con la que había salido a arriesgar su vida hacía 40 años.
En ese momento, nadie notó que un grupo de hombres uniformados se había detenido frente a la puerta del local, observando desde afuera la escena con los ojos llenos de furia contenida.