La continuación de la historia
Por primera vez, no hubo ironía en su voz.
El ambiente en casa cambió por completo. Marta seguía ocupándose del hogar, pero sin dramatismo, sin críticas. Incluso comenzó a salir a caminar, a hablar con las vecinas del barrio. Les contaba con orgullo:
— Mi nuera diseña para gente del extranjero. Es toda una profesional. — Y sus ojos brillaban.
Clara, desde su escritorio, escuchaba a veces esas conversaciones a través de la ventana abierta, y una calidez suave le llenaba el pecho. Aquella casa, que antes le parecía una prisión, comenzaba a sentirse como un hogar.
Una noche, Marta se acercó a su habitación con un cuaderno en la mano.
— He hecho una lista con los gastos de la casa, — dijo con calma. — Quiero aportar algo con mi pensión. No es mucho, pero es justo.
Clara levantó la vista, sorprendida.
— No hace falta, Marta. De verdad.
— Sí hace falta, — insistió ella. — No puedo seguir creyendo que solo mi manera de trabajar cuenta. Me equivoqué.
Había humildad en sus palabras, pero también dignidad. Clara se levantó y la abrazó.
— Gracias, — susurró.
A partir de entonces, cada día fue un poco más fácil. Cuando Clara tenía reuniones, Marta apagaba el televisor y caminaba de puntillas por el pasillo. Al final de cada jornada preguntaba:
— ¿Cómo te fue hoy?
Y cuando Clara respondía que bien, ella sonreía satisfecha, como si aquel éxito fuera también suyo.
Lucas observaba todo aquello con ternura. A veces las veía charlando juntas, riéndose mientras cocinaban. Marta daba consejos sobre colores o fuentes, como si también se hubiera convertido en diseñadora.