Cuéntame algo: si fueras la dueña de una empresa y descubrieras un abuso así… ¿lo denunciarías públicamente aunque te exponga, o lo resolverías en silencio?
Al día siguiente, Victoria regresó al aeropuerto para volver a Londres como “Victoria Grant”, en clase económica. El plan era simple: volver, firmar los despidos, limpiar la estructura. Pero al entrar al avión, el mundo se le encogió: Hartley estaba allí, saludando pasajeros, como si la esperara. Sus ojos se cruzaron y Victoria sintió el golpe invisible del reconocimiento. No fue una certeza, fue algo peor: la sensación de que él ya había decidido qué hacer con ella.
Minutos después, una azafata se le acercó, incómoda: “El capitán pide que vaya a la cabina”. Victoria se levantó con el corazón acelerado. La puerta estaba entreabierta. Hartley la miró con ojos enrojecidos y un olor leve —pero inconfundible— le rozó la nariz. Alcohol. “Te conozco”, murmuró, como si pronunciara una sentencia. “Eres la niña Holmes que cree que puede mandarme”. Victoria respiró hondo, manteniendo la voz firme: “Capitán, ha bebido. No puede dirigir este vuelo”. La frase cayó como una cerilla en gasolina.
El segundo piloto intentó intervenir, pero Hartley lo aplastó con una mirada. “Seguridad”, ordenó. Y allí comenzó la pesadilla burocrática: “Esta mujer se infiltró en la cabina. Amenazó a la tripulación. Es una amenaza para la seguridad del vuelo”. Victoria intentó decir la verdad, esa verdad que sonaba ridícula en esa escena: “Soy la propietaria de Asure Wings”. Los guardias la miraron como si estuviera delirando. “¿Documentos?” Ella mostró el pasaporte: Victoria Grant. Hartley sonrió con triunfo. “Ni siquiera coincide el nombre”, dijo, como si la realidad fuera un chiste a su favor.
La tomaron de los brazos. Los pasajeros observaron. Algunos grabaron. Nadie se levantó. Nadie quiso meterse. Y Victoria sintió una humillación distinta a todas las anteriores: la humillación de ser tratada como menos… dentro de su propia casa… por el simple hecho de no “parecer” quien era. Cuando la sacaron, Clara Mitell —la azafata grosera— la miró con una satisfacción apenas disimulada, como si por fin el mundo estuviera “en orden”. En la pista, el bolso cayó, el contenido se desparramó, y Victoria, de rodillas, recogió su teléfono con manos temblorosas, tragándose lágrimas que quemaban.