La arena del desierto cantaba con el aliento del viento.

«Eliana…»

Él estaba de pie en la puerta: anciano, herido, pero vivo. Sus ojos seguían siendo los mismos.

Ella se acercó. No intercambiaron palabras. Solo el roce de sus manos y el aliento mezclado con el viento.

«Dije que volvería», susurró él.

Ella sonrió entre lágrimas.

«Y yo dije que esperaría».

La noche caía sobre el desierto. El viento cantaba, susurrando sus nombres, y parecía que la tierra misma lloraba de alivio.

Incluso en un mundo donde el poder arruina destinos y el oro ciega corazones, una verdad permanece: el amor no es un regalo de los dioses, sino un milagro nacido del dolor.

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