Isabel subía los escalones con paso firme y pausado. Cuando su mirada se cruzó con la de Javier, ya no era la mujer cansada y derrotada a la que había abandonado. En sus ojos brillaban dignidad y fuerza.
– Querías humillarme, Javier – dijo con voz tranquila pero firme. – Pero mira dónde estoy. No estoy sola, no estoy vencida. Estos niños son el regalo que me dejaste sin saberlo. Gracias a ellos me he hecho más fuerte que nunca.
Los invitados murmuraban: algunos avergonzados, otros con admiración. Javier trató de mantener su máscara arrogante, pero su voz temblaba.
– No… no podías decírmelo… no puede ser…
Isabel sonrió levemente, y en esa sonrisa había tanto amargura como triunfo.
– No tenía que decírtelo. Tú fuiste quien me dio la espalda. Yo elegí seguir adelante.
Los trillizos se acercaron, y uno de ellos tendió su flor blanca hacia Marina. Ese gesto inocente desarmó por completo a la novia. Marina dejó caer su ramo y dio un paso atrás, incapaz de soportar las miradas de los presentes.
Entonces Isabel se volvió hacia los invitados:
– La vida no es dinero ni fama. La vida es amor, familia y el valor de nunca rendirse.
Los aplausos estallaron entre la multitud. No para el novio ni para la novia — sino para la mujer que, abandonada, había sabido levantarse más alto de lo que nadie había imaginado.
Y Javier, por primera vez ese día, sintió que toda su riqueza y todo su poder no valían nada si su corazón permanecía vacío.