La noticia dejó en shock a todo el ámbito taurino. Juan del Álamo, su compañero esa tarde y quien finalmente terminó dando muerte al toro, expresó su estupor en declaraciones posteriores: «No podemos creerlo, todo sucedió muy rápido. El toro lo derribó de una forma que nadie esperaba». La fatalidad, imprevista e irremediable, dejó una profunda herida en la comunidad taurina.
No era la primera vez que Fandiño enfrentaba situaciones de riesgo extremo. En 2014, había quedado inconsciente tras una cogida en la plaza de Bayona, también en Francia. Y un año más tarde, en Pamplona, fue violentamente levantado por un toro en plena corrida. Aun así, su trágica partida fue un golpe inesperado, sobre todo porque marcó un hecho histórico: hacía casi un siglo que no moría un torero en Francia, siendo el último caso el de Isidoro Mari Fernando en 1921, de acuerdo con registros de la prensa local.
En su tierra natal, los homenajes se multiplicaron. El rey Felipe VI y el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le rindieron tributo, destacando su valor y su aportación a la tradición taurina. Su muerte, además, se sumó a la del torero Víctor Barrio, fallecido menos de un año antes en España durante un evento transmitido en vivo, un hecho que también había sacudido profundamente a los amantes del toreo.
La tauromaquia, esa práctica ancestral tan amada por algunos y criticada por otros, sigue siendo motivo de debate. Pero más allá de las posiciones encontradas, el fallecimiento de un torero siempre representa una pérdida humana que atraviesa cualquier discusión. La figura de Iván Fandiño quedará para siempre como símbolo de coraje, pasión y entrega absoluta a un arte que, como quedó demostrado, exige la vida misma.