Tía Julieta, esto no termina aquí. Voy a estar pendiente de tu bienestar. Anselmo, dice Eloía con voz amenazante. Si vuelves a molestar a Julieta con amenazas legales falsas, yo mismo voy a llamar al Colegio de Abogados para reportarte por abuso. Anselmo se va sin decir más. Rebeca sube al taxi llorando, pero ya no son lágrimas de manipulación, son lágrimas de rabia porque su plan falló completamente. Antes de que el taxi se vaya, Sofía baja la ventanilla.
Abuela Julieta, te amo. Que te mejores pronto. Yo también te amo, mi niña. Pórtense bien con tía Susana. El taxi se aleja y finalmente hay silencio en mi edificio. Los vecinos empiezan a dispersarse, pero antes se acercan a mi ventana. Julieta, hiciste lo correcto. Dice don Roberto. No dejes que nadie te haga sentir culpable. La señora Mercedes asiente.
Eres una mujer muy valiente. No muchas personas de nuestra edad se atreven a defenderse así. Eloisa sube a mi piso y toca la puerta suavemente. Julieta, ¿puedo pasar? Creo que necesitas compañía después de todo esto. Por primera vez en toda la noche abro mi puerta. Eloía entra a mi apartamento y inmediatamente me abraza.
Lloro como no había llorado en años, pero no son lágrimas de tristeza, son lágrimas de liberación, de alivio, de haber encontrado finalmente el valor de defenderme. Julieta, estoy tan orgullosa de ti, me dice mientras me sirve un té de manzanilla. Fue la cosa más valiente que he visto en mi vida.
Me siento en mi sofá, mi sofá, en mi sala, rodeada de mis cosas y por primera vez en semanas me siento realmente en paz. No hay maletas apiladas en las esquinas. No hay juguetes regados por todo el piso. No hay gritos de niños corriendo por los pasillos. Solo mi hogar, tranquilo y ordenado como debe ser. ¿Crees que hice bien? Le pregunto a Eloisa.
No soy una abuela horrible por negarles entrada. ¿Una abuela horrible? Eloía casi escupe el té de la risa. Julieta, eres la abuela más generosa que conozco. El problema es que ellos confundieron tu generosidad con debilidad. Tiene razón. Durante 15 años confundí el amor con la sumisión.
Pensé que amar a mi familia significaba decir sí a todo, sacrificarme sin límites, poner sus necesidades siempre antes que las mías. Pero eso no era amor, era autodestrucción. Mi teléfono suena. Es un mensaje de Susana. Señora Julieta, los niños están bien. Cenaron, se bañaron y ya están durmiendo. Mañana hablaremos con calma sobre todo esto.
Gracias por enseñarnos que una puede defenderse con dignidad. Le muestro el mensaje a Eloía y las dos sonreímos. Susana resultó ser el ángel que no esperaba, la persona sensata en medio del caos. Otra notificación en mi teléfono. Esta vez es Hugo. Mamá, estoy en un hotel cerca de casa de Susana. Rebeca está furiosa conmigo. Dice que soy un traidor por no apoyarla.
Pero tenías razón en todo. Te pido perdón por todos estos años. Mañana quiero ir a hablar contigo, solo yo, para que me expliques cómo arreglar esto. Se lo muestro a Eloía también. Ella asiente aprobatoriamente. Al menos tu hijo está empezando a despertar. Aunque ya era hora. Pasan otros 20 minutos en silencio cómodo.
Eloía me ayuda a recoger los pocos platos que tengo sucios. Me asegura de que todas las ventanas estén bien cerradas. Revisa que la puerta tenga todos los seguros puestos. “¿Sabes que me da más satisfacción de todo esto?”, Le digo mientras nos preparamos para dormir, que por primera vez en mi vida no me siento culpable por poner límites.
Esa es la clave, Julieta. Los límites no son muros para lastimar a otros. Son cercas para protegernos a nosotros mismos. A la mañana siguiente me despierto y por primera vez en semanas no me duele la espalda. No hay ruido de niños corriendo, no hay televisión a todo volumen, no hay gritos pidiendo desayuno, solo el silencio dorado de mi hogar en paz.