Yo estaba doblando ropa en el cuarto cuando llegó por atrás otra vez. Esta vez cuando me empezó a voltear le dije claramente, “No, Roberto, te dije que no me gusta así. Me lastimas.” Carmen, “No seas ridícula.” me contestó con impaciencia, como si estuviera siendo caprichosa. Soy tu marido, tengo derecho. Esto es normal entre marido y mujer. Tener derecho no significa que puedas forzarme, le dije tratando de mantener la dignidad en la voz. Puedes tener derecho a mi cuerpo, pero no a lastimarme, no a ignorar lo que yo siento.
Pero él no me hizo caso. Otra vez me sostuvo con fuerza cuando traté de resistirme. Otra vez ignoró mis protestas. Otra vez hizo lo que quiso sin importarle lo que yo sentía. Esa segunda vez algo se rompió definitivamente dentro de mí. Entendí que Roberto no me veía como una persona con derechos, con sentimientos, con dignidad. Me veía como una propiedad, como algo que había comprado con el anillo de matrimonio y que podía usar como se le antojara.
Entendí que para él ser mi esposo le daba carta blanca para hacer conmigo lo que quisiera, sin mi consentimiento, sin importarle mi comodidad, sin respetar mi dignidad como mujer. La tercera vez que lo intentó tres semanas después fue diferente. Roberto llegó del trabajo más temprano de lo normal con esa mirada que ya yo conocía. Había bebido un poco, no estaba borracho, pero sí tenía esa confianza extra que le daba el alcohol. Yo estaba en la cocina preparando la cena cuando me agarró por detrás y empezó con lo mismo.
Esta vez no me dejé. Cuando me empezó a voltear, yo me zafé con fuerza. No le grité. Te dije que no. Él se enojó como nunca lo había visto. Su cara se puso roja. Las venas del cuello se le marcaron, los puños se le cerraron. ¿Qué te pasa, Carmen? ¿Desde cuándo te pones así conmigo? Desde que decidí que merezco respeto en mi propia casa. Le contesté con una valentía que no sabía que tenía. La discusión que siguió fue brutal.