La señora Guadalupe viene temprano por el de su hija. Pero él no me estaba escuchando. Tenía esa mirada que ya conocía demasiado bien, la mirada de cuando decidía que era su derecho como esposo y punto. Una mirada fría, determinada, como la que ponía en la maquiladora cuando daba órdenes que no se podían discutir. me empezó a jalar hacia el cuarto, tomándome del brazo con más fuerza de la necesaria. Ándale, Carmen, hace mucho que no, gruñó Roberto. De verdad, estoy muy cansada, insistí tratando de soltarme, pero él ya me estaba arrastrando.
No seas ridícula, me dijo con esa voz que no admitía réplica. Soy tu marido. En el cuarto empezó a quitarme el camisón sin delicadeza. sin cariño, como si yo fuera un objeto que había que desvestir rápidamente para usar. Sus manos estaban ásperas, frías, ansiosas. No había caricias, no había besos tiernos, no había palabras de amor. Era pura necesidad física, como quien usa una herramienta para resolver un problema. Yo me dejé porque era mi marido, porque después de 22 años de matrimonio, una aprende que hay batallas que no vale la pena pelear, porque así me habían enseñado mis papás, mis tías, la sociedad entera, que una esposa no debe negarle nada a su marido.
Pero cuando me volteó boca abajo y vi pretendía hacer, algo dentro de mí se reveló completamente. le dije firmemente volteándome hacia él. Por atrás, no, Roberto, eso no me gusta, me lastimas. Él se ríó de una forma que me heló la sangre hasta los huesos. Era una risa cruel, burlona, como si mi negativa fuera un chiste infantil. ¿Desde cuándo tú decides, Carmen?, me dijo con esa voz fría que me daba miedo. Soy tu marido. Esto es lo que quiero.
Pero, Roberto, no me gusta así. Me duele. Me lastimas. Podemos hacer otra cosa. Insistí tratando de mantener la calma, tratando de negociar como si fuéramos dos adultos civilizados, pero él ya había tomado su decisión. Te vas a acostumbrar”, dijo. Y siguió con su plan como si yo no hubiera hablado. Fue entonces cuando pasó lo que me cambió la vida para siempre. Me agarró por detrás con fuerza, sujetándome las muñecas contra la cama para que no me moviera, sin importarle que yo le dijera que no, que me dolía, que no quería, que por favor parara.
Yo seguía diciéndole por atrás, “No, Roberto, por favor, me duele mucho.” Pero él no paró. Sus manos me lastimaban, su peso me aplastaba, su respiración agitada en mi oído me daba asco. Me forzó de una manera que nunca había hecho antes, como si fuera su derecho absoluto a hacer conmigo lo que se le ocurriera, como si mi dolor, mi negativa, mis lágrimas no significaran absolutamente nada. Cuando traté de moverme, me sujetó más fuerte. Cuando traté de hablar, me dijo, “Cállate ya.” Cuando lloré me ignoró completamente.